El conocimiento de sí

La interioridad poco significa sin el conocimiento de sí mismo. Conocerme, penetrar en mi propia interioridad, leer dentro mío y comprender -el sentido propio de inteligencia (intus-legere)-, dilucidar mi corazón y mi conciencia, discernir… Es una tarea imprescindible e intransferible, permanente y procesual, actual y prudencial. Imprescindible, de necesidad absoluta pues de ella depende el éxito o el fracaso de la persona e, incluso, de una sociedad. La vida, en gran medida, es el tiempo de saber quién soy. Intransferible, aunque nos empeñemos en responsabilizar a otros -terapeutas, acompañantes, directores espirituales, adivinos…-

El conocimiento de sí, para nosotros, tiene un objetivo, un sentido práctico. Es como una técnica. O sea, un conocimiento para ser aplicado. Es un conocimiento -una sabiduría- para construir nuestra persona, hacer nuestra personalidad. Y, consecuentemente, construir la sociedad.

Lo de conocernos a nosotros mismos y todas sus increíbles consecuencias, comenzó al mismo tiempo que la historia humana. [Advertir el ida y vuelta decisivo entre autoconocimiento y autoestima]. Muchos son los que mucho tienen para aportar…

Inquietud de sí: conocimiento de sí en contexto

De Michel Foucault tomamos esta precisión de gran valor e importancia. Aunque, por honrar la tradición, digamos “conocimiento de sí”, lo que más amplia, rica e integralmente, queremos decir es lo que dice la expresión “inquietud de sí mismo”. Sobre esto trató el curso de Foucault en el College de France dictado en 1982, con el título La hermenéutica del sujeto. Texto inevitable en nuestro tiempo. Es muy valiosa la conexión entre ambas reglas…

El “conócete a ti mismo” aparece, de una manera bastante clara… en el marco general de la “inquietud de sí mismo”, como una de las formas, una de las consecuencias, una suerte de aplicación concreta, precisa y particular, de la regla general: debes ocuparte de ti mismo, no tienes que olvidarte de ti mismo, es preciso que te cuides. Y dentro de esto aparece y se formula, como en el extremo mismo de esa inquietud, la regla “conócete a ti mismo”

Bien explica Foucault “que Sócrates es siempre, esencial y fundamentalmente, quien interpelaba a los jóvenes en la calle y les decía: ‘Es preciso que se ocupen de sí mismo’”. De esta “inquietud de sí” derivaba, pero secundariamente, la indicación de “conocerse a sí mismos”. Todo el Curso de Foucault se ocupa de esta cuestión que tuvo su momento dorado en el pensamiento helenístico y romano. Lo más importante, sin embargo, es que, históricamente ceñido en tiempo y espacio, llega a ser “un acontecimiento del pensamiento” y, por lo mismo, adquiere una incidencia imperecedera.

  • Hay diferencia entre “aprender” y “ocuparse de sí mismo”. Diferencia “entre la pedagogía entendida como aprendizaje y esa otra forma de cultura, de paideia que gira en torno de lo que podríamos llamar la cultura de sí, la formación de sí”. Sin embargo, desde saberes psicopedagógicos se puede revisar y revalorizar lo del aprendizaje. Los aprendizajes no son tema de pedagogía simplemente, no es tan sólo lo que ocurre en un aula, en la institución educativa. Cuando aprendemos nos transformamos. Son justamente los conocimientos y saberes que suman al conocimiento de sí como forma de preocuparme de mí mismo.

Más allá de apéndices pretenciosos, de devaneos y desvíos, de redefiniciones, crisis, dudas, etc., de esto trata la Filosofía. La inquietud de sí y el conocimiento de sí es el gran tema y el quehacer de los filósofos. Más aún, todos los saberes generados por la humanidad bien harían en tener este común objeto y objetivo. Cuando el conocimiento y su aplicación quitan de su horizonte significativo la preocupación por lo humano, entonces es muy probable que se construya lo inhumano y denigrante.

Foucault recuerda la comparación entre Sócrates y el tábano como descripción de lo que el filósofo entendía como la orden recibida de los dioses: “La inquietud de sí mismo es una especie de aguijón que debe clavarse allí, en la carne de los hombres, que debe hincarse en su existencia y es un principio de agitación, un principio de movimiento, un principio de desasosiego permanente a lo largo de la vida”. El filósofo es el tábano que aguijonea, provoca, estimula. Lo mismo vale para tantos por oficio y saberes: pedagogos, educadores, docentes…

Inquietarse por sí, cuidarse, ocuparse de sí mismo… llegará a ser lo mismo que “filosofar”. Esto a condición que filosofar no sea tan sólo pensar. Explicando a Epicuro, M. Foucault expone sobre “la asimilación entre filosofar y cuidar su propia alma”. Si, como queda claro en el pensamiento de Epicuro, existe esta asimilación, entonces “hay que filosofar todo el tiempo, no hay que dejar de ocuparse de sí mismo”.

También hay un paso significativo que va de “la inquietud de sí” al “agrado de sí”. El objetivo a alcanzar es la plenitud de sí mismo, la perfección de sí. Foucault apela a la enseñanza de Séneca sobre una vejez ideal. “Hay que consumar la vida -explica Foucault- antes de la muerte…, hay que cumplir la vida antes de que llegue el momento de la muerte, hay que alcanzar la saciedad perfecta de sí mismo. Summa tui satietas: saciedad perfecta, completa de ti. Séneca además se expresa sobre el ser libre como huir de la servidumbre de sí mismo. Para Séneca y para los estoicos en general está clara la importancia del yo, “el yo al que hay que liberar de todo lo que pueda sojuzgarlo, el yo que hay que proteger, defender, respetar, al que hay que rendir un culto, al que hay que honrar”. En este proyecto sobre el yo, lo más decisivo es liberarlo de sí mismo. “Ser esclavo de sí mismo es la más grave, la más pesada de todas las servidumbres”. Además, “es una servidumbre asidua, es decir que pesa sobre nosotros sin descanso”. Y, también, “es ineluctable” porque “nadie está exento de ella: es siempre nuestro punto de partida”. La liberación viene de acabar con las exigencias inútiles a uno mismo y la pretensión de ganancias y recompensas. Quitarse de encima lo que impone “la vida activa tradicional”. “Uno se impone una cantidad de obligaciones y trata de obtener con ellas una cierta cantidad de ganancias (ganancia financiera, ganancia de gloria, ganancia de reputación, ganancia en lo tocante a los placeres del cuerpo y de la vida, etc.). Vivimos dentro de ese sistema obligación-recompensa, ese sistema endeudamiento-actividad-placer. Eso constituye la relación consigo mismo de la que debemos liberarnos”.

Para el siglo I y II, en el contexto romano, Foucault menciona la relación entre Frontón y Marco Aurelio. Entonces, “la práctica de sí” remite a “tres grandes ámbitos” íntimamente conectados y dependientes unos de otros: “dietética, económica, erótica”. Allí quedan integradas las inquietudes por la salud, por la vida familiar y social, por las relaciones de amor y amistad. “La dietética -resume Foucault-, la económica y la erótica aparecen como los dominios de aplicación de la práctica de sí”.

El precepto vital de “preocuparse de sí mismo” tiene una evolución o una reconfiguración progresiva de significado. Pasado el período de oro griego, en los dos primeros siglos de nuestra era, hay un cambio de orientación de gran importancia. Dos aspectos se complementan en la reorientación: deja de ser una cuestión de pocos responsables de la ciudad y la política, y, comienza a ser competencia de todo ser humano y dirigido a uno mismo. Para el tiempo griego clásico, el precepto se dirigía sólo al responsable del gobierno de los otros y la ciudad es el “objeto particular y privilegiado”. Foucault explica el giro ocurrido en el período neoclásico de la expansión del Imperio: “La preocupación por sí mismo se convirtió en un principio general e incondicionado, un imperativo impuesto a todos, todo el tiempo y sin condición de estatus… Si ahora uno se ocupa de sí mismo, lo hace para sí y se erige como fin… El yo aparece como el objeto por el cual uno se desvela, la cosa por la que hay que preocuparse y también -esto es capital- como el fin que se tiene en vista cuando uno se ocupa de sí mismo”. La inquietud de sí llega a ser un precepto para todos y que se extiende a lo largo de toda la vida.

Todos los individuos son en general capaces: capaces de ejercitarse, capaces de ejercer estar práctica de sí

Sin embargo, y por diversas razones, terminan siendo muy pocos los que lo consiguen. Esto entonces tanto como ahora -y quizá siempre-. “El principio se da a todos pero… son muy pocos los que pueden escucharlo”. [“Escuchar” es una de las prácticas más importantes. Tiene, además, una fuerza enorme en la tradición judeo-cristiana. Aúna sentidos varios: místico, religioso, moral. Tiene sinónimos de relevancia: obediencia, fe, seguimiento…]. Esta universalización frustrada pertenece a grietas conocidas de siempre y repetidas tozudamente. Foucault escribe sobre “la forma bien conocida, tradicional, de la división que fue tan importante, tan decisiva en toda la cultura antigua, entre algunos y otros, entre los primeros y la masa, entre los mejores y la muchedumbre (entre oi protoi y oi polloi; los primeros y los muchos)”. Quizá no haya cultura a la que este cisma no le resulte conocido. Lo que según Foucault distingue a unos de otros es “la relación consigo, la modalidad y el tipo de relación consigo, la manera en que se haya autoconstituido efectivamente como objeto de su propio cuidado: eso es lo que va a establecer la división entre algunos y los más numerosos”.

Ernst Cassirer ubica en el corazón de la Filosofía el conocimiento de sí -nosotros lo reconocemos en el contexto de la inquietud de sí-: “Parece reconocerse en general que la autognosis constituye el propósito supremo de la indagación filosófica. En todos los conflictos entre las diferentes escuelas este objetivo ha permanecido invariable e inconmovible: probó ser el punto arquimédico, el centro fijo e inmutable de todo pensamiento”.

Los tres primeros pasos que dimos en la historia del pensamiento -el mito, la religión, la filosofía- coinciden en el postulado central del conocimiento de sí. Para el caso de la religión, heredera de la cosmología y la antropología mítica, Cassirer explica: “el conocimiento de sí mismo no es considerado como un interés puramente teórico; no es un simple tema de curiosidad o de especulación…

... se reconoce como la obligación fundamental del hombre.

Los grandes pensadores religiosos han sido los primeros que han inculcado esta exigencia moral. En todas las formas superiores de la vida religiosa la máxima ‘conócete a ti mismo’ se considera como un imperativo categórico, como una ley moral y religiosa definitiva”. Con tanto moralismo banal y acusador haríamos bien en reorganizar sistemas morales con imperativos y mandatos de esta tonalidad auspiciosa.

En la gran filosofía griega, después de los primeros tiempos más cosmológicos, es Heráclito quien abre el camino centrado en el hombre y en su autopercepción. “Aunque sigue hablando como un filósofo natural y pertenece al grupo de los antiguos fisiólogos, está convencido de que no se puede penetrar en el secreto de la naturaleza sin haber estudiado antes el secreto del hombre. Tenemos que cumplir con la exigencia de la autorreflexión si queremos aprehender la realidad y entender su sentido; por eso le fue posible a Heráclito caracterizar toda su filosofía con estas palabras: me he buscado a mí mismo”. Las palabras de Heráclito suman un vocablo de gran valor y de mucho significado: buscarse a sí mismo. Preocuparme, inquietarme, conocerme… buscarme. Conocimiento y búsqueda, en este sentido, se refieren al mismo desafío de la existencia humana.

Quien se introduce de lleno en la antropología como “nuevo foco intelectual” es Sócrates. Hay un nuevo matiz enriquecedor: preguntarse a sí mismo como camino -método-. Preguntarse a sí mismo sobre sí mismo. Para Sócrates -Cassirer suma aquí a los estoicos también-, “la exigencia de la autointerrogación se nos presenta… como el privilegio del hombre y su deber fundamental”.

Cuando Jacques Derrida escribe sobre psiché en Aristóteles, introduce el superior valor del conocimiento del alma, del espíritu, de la interioridad, del sí mismo. Lo primero es una declaración de base sobre “Psique”. Entre otros significados, “es también un nombre propio común” y se refiere al “principio de vida, el soplo, el alma, la animación de lo animal. Por eso, todo comienza y todo debe comenzar por él”. De esto se ocupa el De anima/Peri Psykhés de Aristóteles. Y aquí viene la derivación que a nosotros nos importa más: 

si el saber es una de las cosas más bellas y dignas, y si tal saber vale más que cualquier otro en razón de su acribia o en razón de la calidad admirable de sus objetos, entonces el conocimiento del alma debe aparecer ocupando el primer puesto, con justa razón. Él sirve grandemente al conocimiento de toda verdad. Sirve primero al conocimiento de la naturaleza, pues el alma es el principio propio de los vivientes. Aristóteles se propone así estudiar, por un lado, los rasgos “propios” del alma, aquellos que definen la esencia o la sustancia de la psique, y, por otro, aquellos que pertenecen a los vivientes en su integridad. Este inicio del Peri Psykhés presupone que el alma, y al menos la del viviente llamado hombre, puede poseer el saber de sí mismo. Y cuando lleguemos a esa parte del alma que “piensa y conoce”, trataremos de ese intelecto que, separado, puede “pensarse él mismo”.

El conocimiento de sí -como práctica de la inquietud- es como un imperativo que espontánea y naturalmente, y con cierto ímpetu, surge de lo más íntimo de nuestro ser y constitución (psiche) y de nuestro origen (pneuma).

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