De la soledad

 Turbante noche sigo despierto y sé que el diablo frecuenta soledades

La canción de Gustavo Cerati, Verbo carne, que aparece en el disco Bocanada, dice más cosas que no poco tienen que ver con el agobiante y trastornado universo del solitario. En la soledad -el desierto, el silencio, el retiro...- habita la divinidad. De eso saben los hombres y mujeres testigos de lo religioso en la historia humana. Pero, también en la soledad pueden aparecer nuestros demonios. Diablo, noche, insomnio, son algunas de las palabras que bien describen lo mucho que nos pueden perturbar las “soledades”.

Sobre la soledad ya habíamos compartido algo. La experiencia habitual de la soledad es de enorme valor para la persona -también para la sociedad como repercusión comunitaria de lo personal-. Nos conocemos, nos hacemos, nos construimos, constituimos y consolidamos, en la soledad. Sin soledad es imposible alcanzar la propia plenitud. Pero, también soledad refiere algo negativo que puede ir derrumbando lo que somos. De esta diferencia, de estas dos soledades, que sólo comparten nombre y una cierta similitud muy epidérmica, habla Hannah Arendt en La vida del espíritu

A este estado existencial en el que uno se hace compañía a sí mismo lo llamo “solitud” (solitude) para distinguirlo de la “soledad” (loneliness), donde uno se encuentra solo, pero privado de la compañía humana y también de la propia compañía. En la soledad se siente la carencia de la compañía humana, y la aguda conciencia de tal privación es lo que hace que los hombres existan realmente en singular, de modo que quizás únicamente en sueños o en la locura son plenamente conscientes del insoportable y “terrible horror” de este estado.

Atención a las sensaciones de las palabras resaltadas. Luego, la misma Arendt, al expresarse acerca del pensar como “una empresa solitaria, pero no aislada”, regresa a la distinción:

la solitud (solitudine) es aquella situación humana en la que uno se hace compañía a sí mismo. La soledad (loneliness) aparece cuando estoy solo sin poder separar en mí el dos-en-uno, ni hacerme compañía a mí mismo, cuando, como solía decir Jaspers, “me falto a mí mismo” o, por expresarlo de otro modo, cuando soy uno y sin compañía.

La soledad puede ser una experiencia de comunión o de alienación. Comunión con los demás o aislamiento. Pero, también, comunión conmigo mismo o incapacidad para establecer ese esencial vínculo significativo con mi propio yo.

F. Nietzsche sabía de estas dos soledades -o de solitud y soledad-. No sólo por su competencia de pensador sino, sobre todo, por su experiencia. Parece que sufrió intensamente la soledad. Nietzsche sabe que a solas se piensa, pero que es una necedad “cantar a solas”.

La soledad es una práctica que nos personaliza y nos humaniza. Crecemos, evolucionamos, nos transfiguramos, en la práctica de la soledad. Pero tiene que ser una práctica, buscada y aprovechada, cultivada. Dejaría de ser significativa como soledad si es una tendencia al aislamiento o una resignada situación de ausencias. La soledad significativa es, en este sentido, una íntima comunión con uno mismo. Cosas imprescindibles y esenciales nos ocurren a solas. Y no ocurrirán si hay más gente. Nadie puede hacer por mí lo que sólo yo puedo hacer a solas. Este modo de la soledad es un tiempo activo de introspección y autoconstrucción.

Para Nietzsche, nuestra grandeza se va haciendo y acrecentando en la soledad -luego habrá que incorporar cómo se pasa a lo contrario en la alienación, que es un trastorno de la soledad-. Zaratustra, un referente de la sabiduría, habitual protagonista del pensamiento de Nietzsche, debe mucho a la soledad. El poema La señal de fuego, interroga: “¿Por qué huyó Zaratustra de animales y hombres? ¿Por qué escapó súbitamente de toda tierra firme?”. Parece que el antiguo sabio iraní buscaba una plenitud:

Ya conoce seis soledades,

Pero el mismo mar no le era bastante solitario,

la isla le dejó ascender, sobre la montaña se volvió llama;

hacia una séptima soledad

arroja ahora venteando el anzuelo por encima de su cabeza

Lo de la “séptima soledad” suena al significado de plenitud del número siete. Pero es un significado judío y es Nietzsche. Así que queda la duda. El final del poema vuelve a esa soledad, pero ahora es la del poeta: "mi séptima, postrera soledad".

 Parece ser la misma soledad plena exclamada en el poema El sol se pone:

¡Séptima soledad!

Jamás sentí

dulce seguridad más cercana,

mirada del sol más cálida

Nietzsche, sin embargo, como todos los “demasiado humanos”, experimenta las ambivalencias de la soledad. Incluso la crueldad angustiosa del estar solo. Entonces, en Lamento de Ariadna, el poeta pide amor, calor ardiente “para el corazón”. Reclama amor para...

la más solitaria

a la que el hielo, ¡ay!, siete capas de hielo

enseñan a añorar enemigos

“Añorar enemigos” es una buena manera de explicar las trampas en las que puede caer quien está amenazado por la soledad. No es infrecuente, en el enigmático universo humano, que decidamos convivir con enemigos para no estar solos. La soledad puede abrumarnos y enceguecernos tan crudamente que nos arroja en brazos que nos asfixian y oprimen angustiosamente. No necesitamos la lucidez del filósofo para la sabiduría del “mejor solos que mal acompañados”.

En general no suele ser tan grave. La mayoría de quienes evitan la soledad no acuden a la compañía de enemigos. Pero no es raro encontrarse con quien “prefiere” una mala compañía antes que estar a solas -que es, en casos así, una huida de la convivencia con uno mismo, usuraria hipoteca del futuro-. Una desesperante soledad angustia a varios protagonistas de Orfeo desciende, una de las maravillas teatrales de Tennessee Williams. La soledad angustiante hace a Carol soportar los posibles encuentros sexuales: “El acto de hacer el amor me resulta casi insoportablemente doloroso y sin embargo lo soporto,

porque para no estar sola, siquiera unos pocos momentos, bien valen la pena el dolor y el peligro

Hacemos cosas insólitas con tal de no quedarnos a solas conviviendo con nosotros mismos. Nos amontonamos -bien distinto de acercarnos- de manera inconveniente. El que padece de soledad se las “ingenia” aunque no tenga a nadie a mano.

Y es que hay otras alternativas que califican de malas compañías para los solitarios. Amontonamiento, aturdimiento, distraernos o encandilarnos, entre las muchas opciones para burlar la soledad. La soledad funciona como un vacío insoportable. La reacción, en cierto sentido natural, es la búsqueda de algo que quite, aunque sea engañosamente, la sensación de vacuidad interior.

Por eso, es posible que en la soledad se encuentre algo del origen y del argumento de nuestras adicciones. Marguerite Duras, por ejemplo, ha explicado por la soledad su afición al alcohol. El alcohol es la ficticia solución a la soledad de Ferguson -no la única pero sí la principal-. La historia es una ficción de Paul Auster, pero lo relatado es un hecho multiplicado por millones: “La última solución era el alcohol, que también podría formar parte de las demás soluciones, beber y leer, beber y escuchar música, beber después del cine o de otra puta de ojos tristes; el único remedio que lo resolvía todo siempre que la soledad se hacía demasiado angustiosa para soportarla”.

Nietzsche parece resumir en un grito poético su vivencia, tan humana, tan de tantos:

estoy resuelto

pero solo, ¡clamo a los cielos!

El pino de Pino y rayo puede que represente a Nietzsche y a toda la humanidad cuando es agobiada por la soledad:

Alto crecí sobre fieras y hombres,

y cuando hablo nadie me responde.

 Crecí harto solo y alto en exceso:

espero; mas ¿y qué es lo que espero?

 La sede de las nubes a un paso,

espero tan sólo el primer rayo

“Harto solo” es la vida que carece de compañía propia y ajena. De esa soledad, en la que carezco hasta de mi propia presencia compañera, estaba aquejado el padre ya muerto de La invención de la soledad. “Solitario -escribe Paul Auster-, pero no en el sentido de estar solo. No solitario como Thoreau, por ejemplo, que se exiliaba en sí mismo para descubrir quién era; ni solitario como Jonás, que rogaba por su salvación en el vientre de la ballena...

Soledad como forma de retirada, para no tener que enfrentarse a sí mismo, para que nadie más lo descubriera

Lo de Paul Auster recuerda el que quizá sea el problema de fondo de la soledad: la ausencia de mí mismo. Entonces, el aislamiento de los demás no sería sino un efecto colateral del yo que se extraña, que se evade de sí, que se ausenta huyendo de sí mismo. Es una forma terrible de la “carencia de la compañía humana”, que decía H. Arendt. Compañía de mi humanidad además de la humanidad de los otros.

Quizá la soledad se hace presente en lugares y tiempos simbólicos. Lugares y tiempos que, además, acaban representando la soledad. Allí y entonces es donde experimentamos su lacerante presencia. Y cuidado con el uso de “simbólicos”. No quita realismo, sino que lo expresa en toda la riqueza de lo real que no se restringe a lo perceptible y fenomenológico.  

Tal vez pocos lugares y tiempos como la “turbante noche”. “Por la noche la soledad desespera”, es la frase más repetida por Bersuit Vergarabat en la canción La soledad. Y, a uno de los personajes de P. Auster, “de noche la soledad le resultaba insoportable”.

Solos y Colapsados

La soledad es una experiencia y un proceso de colapso existencial. Y esta soledad es como la canta el añorado Gustavo Cerati. Estamos solos, pero, paradójicamente, nos invaden diablos, fantasmas, monstruos. Paradójicamente, cuando la soledad se instala, hay una horrible explosión demográfica en el espíritu. El solitario es alguien que, aislado y ensimismado -pero con el ensimismamiento del alienado-, se ve abrumado en su conciencia, en su fantasía, en su alma. En Mecanópolis, Miguel de Unamuno hace confesar al protagonista la común experiencia del aislado en la soledad:

Mis días, en efecto, empezaron a hacérseme torturantes. Y es que empecé a poblar mi soledad de fantasmas. Es lo más terrible de la soledad, que se puebla al punto

Quizá es un inconsciente testimonio interior de nuestra necesidad de construir nuestra vida con otros. Si a esos otros no me los proveo a mí mismo, por el natural camino de la socialización, la fraternidad, el compañerismo, la camaradería, la familia, la amistad…, entonces, ya se ocupa el inconsciente de ofrecer un sucedáneo. Y, entre los peores sucedáneos, “el diablo” que “frecuenta soledades”.

Es algo obvio que, por la soledad, colapsamos socialmente. La soledad afecta las relaciones. Pero no sólo en la versión de la privación, sino, también, en aquellos que parecen tener algunos vínculos y en quienes la soledad trabaja de manera más sutil y encubierta. En El amante de la China del norte, Marguerite Duras cuenta lo que le ocurre a la protagonista y nos advierte sobre los engaños en quienes parecen no estar solos. Ella, la de la narración de Duras, mira a su amante chino, con quien ya tiene una historia íntima compartida. Sin embargo, “por primera vez, descubre que la soledad estuvo siempre allí, entre ella y él, que ella, esa soledad, china, ella la conservaba, era como su país alrededor de él”. Difícil discernir si la soledad por sí misma o el solitario con su actitud son los responsables. Lo cierto es que la soledad puede penetrar e imponerse entre quienes se juntan sin encontrarse. Quienes, a pesar de la proximidad, siguen en soledad, no están juntos sino meramente yuxtapuestos. Y no es un fenómeno excepcional en lo humano.

La experiencia sostenida de la soledad podría conducir a conclusiones que contradicen pilares de la antropología. En un diálogo de Orfeo desciende, composición teatral de Tennessee Williams, Val explica a Lady su antigua idea de que las personas nos conocemos cuando nos tocamos. Idea que el tiempo le fue desmintiendo...

  • Lady: ¿Entonces cómo cree que llegan a conocerse?
  • Val: Bueno, en respuesta a su última pregunta, diría esto: ¡nadie nunca llega a conocer a nadie! ¡Todos estamos sentenciados a un confinamiento solitario adentro de nuestra propia piel, de por vida! ¿Me entiende, Lady? Le digo que es verdad y debemos enfrentarlo: ¡tenemos una sentencia al confinamiento solitario adentro de nuestra propia piel desolada, por tanto tiempo como vivamos en esta tierra!

Por la intensidad y la frecuencia histórica de la experiencia de la soledad, no debería extrañar que se pueda pensar, como conclusión, que los humanos somos seres, en última instancia y esencialmente, solitarios. Mientras dure nuestro peregrinar en este eón, estamos condenados a la soledad que nos hace imposible conocernos unos a otros. No es difícil vislumbrar lo que esto significa para el diario existir humano.

La soledad, en la que sólo el diablo nos frecuenta, impenetrable para los demás, puede ser un infierno. Es el drama de Catharine, otro de los personajes teatrales de Williams:

He estado horriblemente sola. Peor que la muerte

La que sufre Catharine es, en realidad, “la soledad de la locura” que “es peor que la muerte”. Pero es que no hay soledad que, extendida en el tiempo, no ponga en crisis nuestra cordura. Y, muy probablemente, sea “peor que la muerte”.

A soledad y muerte las traemos hermanadas quizá desde siempre. Tal vez sea la presunción de la soledad lo que agiganta el terror que la muerte nos genera.

Que la soledad sea la sensación predominante en cómo imaginamos la muerte es frecuente en los personajes de Williams. Lady, en Orfeo desciende, le cuenta a Val: “La hermana de mi abuela materna vino aquí desde Monte Cassino para morir rodeada de parientes, pero yo creo que la gente siempre muere sola… con o sin parientes… Recuerdo que una vez le pregunté: Zia Teresa, ¿qué se siente al morir?... Dijo: Un sentimiento de soledad”. En soledad quiere morir Lawrence, también en una escena de Williams, y así se lo pide a su esposa. “Si tengo que morir, Frieda, en el momento supremo, ¡por favor, déjame solo! No me toques, no me pongas las manos encima, y no permitas que entre nadie… Quiero morir como un viejo animal solitario… Cuando llegue la última hemorragia, no deseo que un cortejo de mujeres me deposite en la cama. No quiero permanecer en la casa. Abriré la puerta y me acercaré al acantilado. Y que no me siga nadie. Eso es lo esencial. Voy a hacerlo todo yo solo. Con las rocas y el agua. Con la luz del sol y el resplandor de las estrellas iluminándome. Sin manos que toquen, sin labios que bese, ¡sin mujeres! Tan sólo la naturaleza despiadada”.


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