De la gris mediocridad

 La mediocridad para algunos es normal, la locura es poder ver más allá

Esta frase la canta Sui Generis en la canción El tuerto y los ciegos, del disco Pequeñas anécdotas sobre las instituciones. La canción y el álbum son muy buenos, y, lo de la mediocridad normalizada, es de comprobación triste y cotidiana. La mediocridad está normalizada cuando es una postura en la vida, una actitud y determinación existencial. Ser mediocre puede llegar a ser una opción, una forma de encarar la vida. Opción de muy complejo análisis porque incluye factores psicológicos, conductuales, sociales, históricos, morales, espirituales. Tiene algo que la asemeja a la miopía, o sea, la dificultad -incapacidad- para ver a lo lejos. La deficiencia oftalmológica es una manera de describir la forma como el mediocre se percibe a sí mismo y cómo ve la realidad, la condición y la historia humana. “Ver más allá” es algo que el mediocre no es capaz de hacer. No puede con esa “locura”.

“Gris mediocridad”, por su parte, es una buena expresión del papa Francisco. Ubica a la persona y a la personalidad del mediocre en ese umbral penumbroso donde no hay colorido y, sin colorido, se pierde vitalidad, belleza, riqueza, luminosidad…

Ir a contramano

Se trata de algo sumamente serio. Ser mediocre es ir a contramano de lo esencial para la vida humana. Eso esencial tiene varios nombres y el peor de los antónimos, para cualquiera de esos nombres, es “mediocridad”.

Por ejemplo, para quienes somos cristianos, y podría funcionar igual para la religiosidad en general, ser mediocre consiste en ir a contramano de la perfección como propuesta de vida evangélica. -Conviene aquí la advertencia de no confundir la “perfección” de Jesús de Nazaret, o sea su sentido bíblico y evangélico, con el neurótico “perfeccionismo”-. Si uno decide ir a contramano de la perfección, entonces va por el carril contrario de la felicidad, el bienestar, el crecimiento, la evolución, la transformación… y de todo lo que está dicho con la palabra “perfección” en la práctica y en el mensaje de Jesús.

Un mediocre va en contramano de la santidad, que es otra manera de decir perfección. Y también va bien con lo cristiano y lo religioso en general. Juan Pablo II escribió en 2001 una Carta Apostólica para cerrar el Año Jubilar del 2000. La esencia de la propuesta de la vida cristiana puede denominarse “santidad” -y también “perfección”-. Pero lo contrapuesto a santidad no es, en esta ocasión, el pecado. Lo que se opone a la santidad es el “contrasentido” de “contentarse con una vida mediocre”. Así que, o se es santo, o se es mediocre. Y mediocre dice mucho más que pecador.

Perfección y santidad conducen naturalmente a otra actitud vital a contracorriente de la mediocridad. Se puede ser mediocre o ser creyente. Analizando lo de absurdo y excesivo que tiene el pedido de Dios a Abraham para que sacrifique a su hijo, escribe André LaCocque: “el reino de Dios es para los que se aventuran en la fe. No una recompensa para los mediocres”. Hay un presupuesto en la afirmación de LaCocque, lo hemos expresado ya: o se es creyente o se es mediocre. Aunque no están mencionados explícitamente en la lista de excluidos que elabora Pablo de Tarso -lista ciertamente discutible-, al Reino tampoco entran los mediocres. De hecho, la mediocridad es el infierno como situación y destino final de los fracasados. Pero no es un castigo que viene de afuera, de una autoridad superior. Mucho menos es un castigo impuesto caprichosamente. El infierno de la mediocridad es, junto con la opción del Reino, la máxima práctica de autodeterminación. Cada uno acaba habitando en el cielo o en el infierno que se construye para sí mismo -y para los demás, porque aquello nunca ocurre sin esto-.

Y lo anterior no es lo peor. Porque, en la mediocridad con que decido vivir, se juega también la mediocridad de la sociedad en la que vivo. El mediocre camina en sentido contrario a la comunidad. Pero ese andar a contramano implica que del mediocre no se recibe nada que aporte a la construcción social. Al contrario. Y es que no existe posibilidad alguna de que mis decisiones no sumen o resten socialmente. Michel Houellebecq lo explica a través de un personaje poco importante de la historia de Aniquilación...

era una mediocre, era responsable de la mediocridad del mundo, casi podría haberla simbolizado. No sabía nada de lo que había sido de ella ni tenía ningunas ganas de saberlo, pero su marido, si lo tenía, sin duda no era feliz y ella tampoco: hacer feliz a alguien y ser feliz ella misma era algo que no estaba a su alcance; simplemente no era capaz de amar.

Quizá exagera un poco Houellebecq. Licencias narrativas que se llaman. Pero lo exagerado no le quita veracidad. Nadie es completamente responsable de la mediocridad del mundo. Pero todos los mediocres son solidariamente responsables de la mediocridad que nos entenebrece. -Valga esta importante aclaración: todos los mediocres juntos no son capaces de oscurecer el resplandor de un solo humano decidido a ser mejor y a hacer mejor el mundo-. Además, la sabiduría de la genialidad literaria de Houellebecq, ve bien la claridad con que se relacionan mediocridad como lo opuesto a la felicidad y al amor.

La fuerza de la mediocridad

La mediocridad tiene una gran virtud: es contagiosa como una gripe -pero su índice de letalidad es abismalmente mayor-. Cornelia, una de las protagonistas de la obra de teatro Lo que no se dice, de Tennessee Williams, le expresa a Grace:

Nada triunfa tan fácilmente como la mediocridad, ¿verdad?

¡Verdad! Lástima que la frase la dice una persona despechada y resentida. Pero no deja de decir verdad. Gran parte del triunfo de la mediocridad se debe a su tremenda capacidad de transmisión.

Elias Canetti dedica un maravilloso elogio a Karl Kraus que dice algo similar pero visto desde la vereda de enfrente: “La opaca medianía que integra el universo de la gran mayoría le era desconocida”. Kraus es uno de los muchos que parece haber desarrollado una vacuna contra el contagio de la mediocridad. Son muchos, pero quizá no son la mayoría.

Lo contrario a Kraus es lo que ocurre en un relato de Leonora Carrington. “Mi padre -explica el Cadáver Feliz- fue un hombre tan absolutamente gris y parecido al resto de la gente que no tuvo más remedio que llevar un gran gafete en el saco, para que no lo confundieran con cualquier otro fulano”[7]. Es otro detalle: la mediocridad como indiferenciación y falta de identidad. Consecuentemente, hay falta de personalidad. Es como si los mediocres llevaran un uniforme que facilita confundirlos y dificulta diferenciarlos.

El modo de ser es, como ocurre normalmente, un modo de comportarse y de incidir en la vida de los demás. Es, también, otra forma de entender y explicar lo infeccioso de la mediocridad. Lo que Auster escribe sobre la experiencia matrimonial de su padre, vale para la general de la vida: “Cuando a un hombre la vida le resulta tolerable sólo si permanece en la superficie de sí mismo, es natural que se sienta satisfecho obteniendo esa misma superficie de los demás. Tiene que responder a pocas demandas y no necesita comprometerse”.

Otro modo de explicar su virtud es pensar en la gran eficacia de la mediocridad. Quizá por eso Clive Staples Lewis la presenta como objetivo prioritario de la acción demoníaca. Las famosas y diabólicas cartas son ficción, pero quizá no tanto. Lewis no es totalmente original en esto. Son muchos los que antes han pensado y dicho cosas similares. Pero Lewis, además, le da el toque mágico de su genialidad narrativa. Frecuentemente suele ofrecer excelentes alternativas para comprender verdades que la teoría pura mantiene reservadas a una elite intelectual. En una de las endiabladas cartas que Escrutopo envía a su sobrino Orugario, se explaya sobre “una de nuestras mejores armas, la mundanidad satisfecha”. ¿Por qué resulta tan buena esa arma? Por cómo ese estar banalmente satisfecho afecta a la grandeza de la religiosidad. Porque -palabras del diablo- “una religión moderada es tan buena para nosotros como la falta absoluta de religión -y más divertida-”. Las cartas de Lewis hacen comprender que, la cotidiana y doméstica presencia de la vanidad y la mediocridad, son mucho más nocivas que la espectacularidad del mal excepcional. Ahora, la mediocridad se hermana con una nada existencial -y hasta arma un trío fatal con la vanidad-:

La Nada -que en su sentido negativo es íntima de la vanidad y la mediocridad- es muy fuerte: lo suficiente como para privarle al hombre de sus mejores años, y no cometiendo dulces pecados, sino en una mortecina vacilación de la mente sobre no sabe qué ni porqué.

La conclusión de las bondades de la vana mediocridad es que “el camino más seguro hacia el Infierno es gradual: la suave ladera, blanda bajo el pie, sin giros bruscos, sin mojones, sin señalizaciones”. El infierno de la mediocridad no es un cataclismo de cine catástrofe. Es un andar más bien lento, pero seguro, firme y eficaz.

La eficacia, la facilidad de expansión, la sutil e imperceptible manera de contagiar... expone la que quizá sea su mayor potencia: el gran servicio que la mediocridad presta al mal. El Jesús de Sed, una gran versión libre de la historia evangélica, contada por Amélie Nothomb, hace memoria del proceso judicial al que lo han sometido y queda perplejo ante la acumulación de mediocres que aportaron a su condena. Y es que hay pocas cosas que generen tanta perplejidad como las acciones motivadas por la triste mediocridad. Uno tras otro, todos los ex beneficiarios de sus milagros, desfilan para explicar la ruina que viven desde que Jesús tuvo la genial idea de ayudarlos. Sorprendido por las declaraciones de los testigos, que van armando el itinerario de la crucifixión y consciente de sus verdaderos deseos y acciones, Jesús se pregunta: “¿Por qué se empeñaron en infligirme tan inútil infamia?”. De la perplejidad, de lo absurdo que podemos ser los humanos cuando caemos en las delicadas garras de la mediocridad, surge la convicción de Jesús:

El enigma del mal no es nada comparado con el de la mediocridad

¿Es la mayor fuente de los males humanos? ¿Puede disputarle, por ejemplo, el puesto a la envidia, al odio? Quizá. Sólo quizá porque esto no es matemática. Pero quizá.

Alianzas y hermandades

La mediocridad está asociada a varias miserias que la originan, le dan forma, la fortalecen y consolidan, la explican, etc. Como ocurre en el maravilloso mundo de las virtudes, también en el de los vicios hay alianzas y hermandades, colaboración, integración, complicidades.

El conformismo y la comodidad, la resignación vital, el aburguesamiento... son maneras de encarar la vida con muchos nombres y que tienen en común su estrecho vínculo con la mediocridad. Quizá la mediocridad es un síndrome, o sea, un conjunto amplio, complejo e intrincado de síntomas.

Es mediocre el estancamiento conformista, sin importar dónde y en qué momento decida uno instalarse. Inmovilizarse y no avanzar en el camino es una actitud mediocre ante la vida. Es mediocre quien se instala y no avanza. O, dicho de manera análoga, es mediocre quien se queda en el llano y renuncia a ascender.

Hay además algo entre la mediocridad y la envidia. Quizá lo habitual es que estén juntas, en una nefasta alianza. Se parece mucho a la imagen que Connie va reconociendo en su esposo: “Le disgustaba cualquier alusión a un ser humano realmente excepcional. La gente debía estar más o menos a su nivel, o por debajo”.

La tibieza, denunciada en el Apocalipsis en la carta que el vidente debe escribir a Laodicea, es casi un sinónimo de la mediocridad: “Conozco tus obras: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Por eso, porque eres tibio, te vomitaré de mi boca”. Tal vez un poco excesiva la reacción. Pero es lo que provoca espontáneamente la mediocridad. Hay algo repulsivo en las vidas que han elegido ese camino.

El remedio...

... para combatir la mediocridad está también en la canción de Sui Generis:

“la locura” de “ver más allá”

Esta “locura” nos pone en el camino de la auténtica humanización como proceso permanente de inagotable mejora y crecimiento personal. Ser más humano, ser mejor como humano, día tras día, es lo contrario de la mediocridad.

Masuji Ono elogia al antiguo dueño de su casa, Akiro Sugimura. Es parte de la historia Un artista del mundo flotante, de Kazuo Ishiguro:

debo confesar que empiezo a admirarle: un hombre que aspira a destacarse sobre todos los demás, a dejar a un lado la mediocridad y llegar a ser alguien, merece que se lo admire, aunque al final fracase y su ambición lo deje en la ruina. Y no creo que Sugimura muriera desgraciado. Su fracaso fue muy diferente de los deshonrosos fracasos de la mayoría de la gente, y un hombre como él tenía que saberlo. Después de todo, es un consuelo y una gran satisfacción mirar hacia atrás y ver que sólo hemos fracasado en algo que otras personas no han pensado ni intentando llevar a cabo.

Lo que no va es la comparación con los otros. Los demás no son una buena referencia de la propia valía. No importa si son -supuestamente- peores o mejores. Se toma distancia de la mediocridad en el cotidiano esfuerzo por mejora la versión de uno mismo. Si con alguien he de comparar lo que soy ahora y lo que quiero ser, es conmigo mismo. La competitividad que hemos instalado y normalizado es una variable de la mediocridad contemporánea.

Comentarios

  1. Muy bueno. Muchas gracias. Lo tomo para "masticar" esta semana.

    ResponderBorrar
  2. Muy bueno, sin desperdicio!!!! Abrazos y bendiciones amigo!!!

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

Volcán Llullaillaco, Santuario de Altura

De la soledad

Del Tedio