De la vocación

Somos el fruto de una llamada de Dios, fruto de una decisión, de un proyecto, y de su plan

Luis Alessio nos describió con esas palabras en su muy buen texto sobre los sacramentos, Caricias de Dios. Un acierto el título y más acierto su contenido. Somos vocación, somos una llamada divina, trascendente. Llamada a vivir, a crecer, a gozar… a perdurar y a eternizarnos. Si lo asociamos a nuestra condición originaria de imágenes de Dios, somos llamados a divinizarnos. Por eso, a cada uno le toca discernir, descubrir y empeñarse, en aquel camino personalísimo de acceso a lo divino. Camino de transformación permanente, de metamorfosis hacia una versión cada vez mejor de mí mismo hasta alcanzar las dimensiones divinas. La propia vocación, la misión en mi mundo y en mi tiempo histórico, pasa por construirme haciendo mi propia experiencia de Dios. Nada habrá, paradójicamente, más humano y más mío que esto.

En el sentido religioso, el llamado es hacia quien llama. Y en eso consiste la vocación. Seguimos una llamada que nos encamina hacia Dios. “Nosotros no hemos sido creados para comer y beber, sino para que lleguemos a conocer a Dios”, escribía el muy grande Clemente de Alejandría. Luego, en la tradición religiosa ecuménica, se dirá de muchas otras maneras ese “conocimiento”: encuentro, unión, amistad...

La tradición cristiana guarda tesoros invaluables sobre el descubrimiento, la escucha de la llamada. Uno de esos tesoros es el discernimiento de la tradición jesuítica. De la llamada y la elección -elección como elegir al que llama y a lo que llama, como elegir la elección del que llama- tratan los Ejercicios ignacianos. Explícitamente, a esto se dedica el ejercitante en la segunda semana. Hay una razón.

La llamada es el acontecimiento decisivo de la vida

Así lo entiende Hans Urs von Balthasar. De la vida sin ninguna especificación más. O sea, en su sentido más universal. Toda vida y la vida de todos. Es posible, por supuesto, hacer una especificación cristiana, pero sobre la base imprescindible de la comunión universal de la humanidad. La precisión cristiana también la hace Balthasar: “La llamada es la esencia del estado y de la vida cristiana en general”. Lo cristiano es vocación y es seguimiento. El cristianismo es llamada -la religión, en general, también-; los cristianos somos llamados -los creyentes, en general, también-. Y la llamada es también conversión, que pertenece a la experiencia vocacional. Y es misión porque es lo que da sentido y orientación a la llamada. Y, final y decisivamente, es la propia identidad y configuración personal.

N. Martínez-Gayol reconoce la centralidad que la condición de “llamado” ocupa en la consideración del hombre en el pensamiento de Balthasar: “El hombre es, ante todo, lo que Dios con su eficaz amor creador ha querido y quiere que sea: un llamado”. En la libérrima respuesta -responder al llamado divino es la máxima libertad posible en Balthasar- se alcanza lo más humano. “El ser humano -puntualiza Martínez-Gayol- adquiere en este proceso de escucha y adhesión a la llamada, su más genuina identidad”. Balthasar recibe de Ignacio de Loyola todo esto referido a la “llamada” que, además, hay que conectarla con la “elección” y con el “envío”. Porque “la llamada y la elección desembocan en el envío”. Lo mismo que la respuesta hay que vincularla con la elección humana, la libertad y la obediencia. Si prestamos suficiente atención a los términos que venimos utilizando, todo lo humano, en sus dimensiones personales y sociales, se juega en la llamada y la respuesta.

Para el cristianismo y para todos los que reconocen la presencia de una divinidad personal, el que llama es Dios. César Izquierdo Urbina escribe en su Teología Fundamental: “El acceso del hombre a Dios tiene como presupuesto la llamada de Dios a todo hombre para que le busque y así viva y encuentre la dicha”. Llamarnos es una actitud permanente de Dios. Infinidad de maneras utiliza. Siempre personalizadas e intransferibles. Esto se lo oímos al mismo Jesús en el evangelio de Juan. Dios “llama” a cada uno “por su nombre”. Desde el comienzo retenemos la voz de esa llamada. Nacemos con una aptitud natural para reconocerla. Por eso, quienes son llamados “lo siguen, porque conocen su voz”. Luego, habrá que dilucidar porqué, en el andar de la vida, tantos quedan impedidos del reconocimiento de la voz y de la llamada divina. Este llamado divino universal, sin excepciones, fue puesto en práctica por Jesús con la clásica invitación al discipulado, “Sígueme”. No existe varón o mujer para quien no resuene, en todo tiempo y lugar, la llamada divina. Lo que en muchos casos habrá que explicar es la sordera.

[Aquí hacemos un paréntesis para no dejar incompleto lo de la llamada de Jesús según lo explica Juan. ¿Para qué me llama? ¿Qué me propone la voz divina que no se cansa de insistir? Me llama a vivir. Me propone vivir intensamente. En el mismo discurso ya referido de Jesús, la llamada es para para que “tengan Vida, y la tengan en abundancia”. Vida, así escrita, con Mayúscula. Vida, así descrita, en abundancia. Haremos bien en añadir todos los sinónimos existenciales posibles de Vida…]

Esto del llamado divino, o del llamado sin más calificación que lo humano, a vivir tiene una directa relación y responsabilidad con la vocación en el sentido más usual del término. Aquel sentido por el cual intentamos proyectar nuestro concreto futuro recurriendo a un “Test vocacional”. Descubrir mi vocación, mi misión en el mundo y en la historia, es primordial y es vital. Y no por una patológica y ensimismada vuelta sobre mí mismo. Yo necesito descubrir y cumplir mi vocación porque para eso fui diseñado y destinado. Y, por no menos razones y por razones no menos trascendentales, la sociedad necesita que yo descubra y cumpla mi vocación. Lo tenía muy, muy claro, Miguel de Unamuno. En su libro Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y los pueblos, escribe…

Éste de la propia vocación es acaso el más grave y más hondo problema social, el que está en la base de todos ellos. La llamada por antonomasia cuestión social es acaso, más que un problema de reparto de riquezas, de productos del trabajo, un problema de reparto de vocaciones, de modos de producir. No por la aptitud –casi imposible de averiguar sin ponerla antes a prueba y no bien especificada en cada hombre, ya que para la mayoría de los oficios el hombre no nace, sino que se hace-, no por la aptitud especial, sino por razones sociales, políticas, rituales, se ha venido determinando el oficio de cada uno. En unos tiempos y países, las castas religiosas y la herencia; en otros, las guildas (gildas) y gremios; luego, la máquina, la necesidad casi siempre, la libertad casi nunca. Y llega lo trágico de ello a esos oficios de lenocinio en que se gana la vida vendiendo el alma, en que el obrero trabaja a conciencia no ya de la inutilidad, sino de la perversidad social de su trabajo, fabricando el veneno que ha de ir matándole, el arma acaso con que asesinarán a sus hijos. Éste, y no el del salario, es el problema más grave.

No es difícil aggiornar a Unamuno en cada tiempo y lugar. Es una responsabilidad inmensa -y cuando no lo es, es un problema social gigantesco- el de la vocación. Por esto, ya debiéramos haber entendido que la vocación es una cuestión política, social y educativa. O sea, cuestión de políticas sociales y educativas. En el discernimiento de la vocación encuentro la manera de dedicar mi vida a lo que ayude a un permanente salto de calidad para mí mismo y para mi comunidad. Que mi vocación sea aquello gracias a lo cual la vida me resulta una dicha abundante, un gozoso esfuerzo cotidiano. Una sensación cierta de que mi empeño vital de cada día es significativo para mí y para los demás.

La reflexión de Unamuno, además, hace explícita la necesidad de una actitud religiosa -religiosa, no confesional- en la vida, cualquiera sea el oficio que se desempeñe. De modo que, en el fondo insondable, toda vocación es religiosa. Esto hace que cualquier oficio pueda -y deba- ser vivido como una vocación…

hay que elevarse aún más a un sentimiento ético de nuestro oficio civil que deriva y desciende de nuestro sentimiento religioso, de nuestra hambre de eternización. El trabajar cada uno en su propio oficio civil, puesta la vista en Dios, por amor a Dios, lo que vale decir por amor a nuestra eternización, es hacer de ese trabajo una obra religiosa.

Unamuno refiere varias veces un mismo ejemplo de oficio. Y concluye: “Haciendo zapatos, y por hacerlos, se puede ganar la gloria si se esfuerza el zapatero en ser como zapatero perfecto, como es perfecto nuestro Padre celestial”.

La vocación tiene una doble, convergente y sinérgica realización. Hay dos protagonistas que suman y coordinan su propia energía para un logro mancomunado. Hay quien llama y hay quien responde. Vocación es un impulso, una energía que dinamiza desde dentro. Es una pasión movilizadora. Y, es también un llamado, una energía de atracción que viene de afuera.

Vocación es aquello que me apasiona. Es una buena manera de discernir, de encontrar y de construir. Cuando soy llamado, hay algo que se enciende -que arde y se incendia, más propiamente-. Algo vibra en lo profundo del alma y de la conciencia cuando intuyo mi vocación. Luego, viene el camino más extenso y laborioso de la comprensión y la construcción que siguen a la intuición. Por eso, de la pasión de mi vida se trata…

¿Cuál es la pasión de tu vida? ¿Has dado ya con ella o todavía la estás buscando?

… es la pregunta de Kinch a la joven Naomí, en la tremenda novela de Joyce Carol Oates, Un libro de mártires americanos. Una muy buena pregunta para orientar el descubrimiento de mí mismo y de mi lugar y misión en el mundo y en la historia. Pregunta para hacer -y luego, para acompañar la búsqueda de la respuesta- a nuestros niños y jóvenes en proceso de crecimiento y a nuestros adultos estancados en la vida.

Vocación es, de una manera parecida, lo que me mantiene en trance. Lo que me hace vivir como Guillermo de Torre explica sobre Federico García Lorca cuando se refiere al “casi permanente estado de trance poético en que dionisíacamente vivía”. Esto no sé si puede aplicar universalmente. Sí aplica, claramente, a la vida en trance continuo del poeta, el músico, el filósofo, el narrador… Pero, quizá, aplica diversamente a toda auténtica vocación.

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