El esteticismo, o el despotismo de la apariencia y el espectáculo

Antes de introducirnos en lo más importante, haremos algunas aclaraciones acerca de lo que no es la estética y daremos algunos datos sobre confusiones frecuentes y extendidas que hacen a un verdadero analfabetismo estético. Esto puede ayudar a ir despejando un panorama que con el tiempo se ha hecho incierto e impreciso. Así es como la estética ha devenido una cuestión menor y menospreciada. Así es como, también, abundan las compresiones empobrecidas sobre lo que sea la estética. Comprensión no extraña a peritos en teología, filosofía, literatura, arte en general, etc.

Hay, por un lado, comprensiones parcializadas. Se perciben aspectos de las inquietudes propias de la estética, pero no se ve el conjunto, ni la sistematización, ni la organicidad. Se perciben fragmentos sin advertir que, por definición, si hay fragmento hay un todo. Así es como, en muchos casos, la referencia estética es realizada, pero, a la vez, ninguneada y rebajada a una indigencia de sentido: estética como cosmética, cirugía estética, dermo-estética, clínicas o tratamientos de estética, estética como arte… Se trata, en general, de elementos del ámbito estético pero desmembrados de su contexto significativo. El problema es importante si dichos ámbitos se apropian del término o lo monopolizan. Ocurre con el diseño, la moda, el estilo, el arte, la cirugía, etc.

Una de las versiones complicadas es la estética de la apariencia, que, incluso, podría ser peligrosa. Si la belleza se reduce a la apariencia de la superficie, entonces no es más que esteticismo. Con el esteticismo desaparece la estética y se instala la apariencia. Y no porque la apariencia no tenga su parte en todo esto. Pero, justamente, es parte, no todo. Oportunamente veremos que, apariencia sin aparición, es una manera de no pasar de la epidermis de la realidad.

La apariencia es una trampa sumamente seductora y convincente. Lo engañoso es quedarnos en la superficie de la realidad y de nosotros mismos. No sumergirnos y perdernos lo significativo, lo trascendente, lo decisivo. Es lo que parece haber sufrido -luego derrotado- Annie Ernaux en su adolescencia. Que ocurra en esa etapa no es realmente problemático. Otro cantar es su perseverancia en la adultez.

Rápido, ven a mí, apariencia imaginaria, la que me fabrico cuando me aburro en clase, con la melena rubia de Roseline, “sería un crimen cortarla”, ha dicho la señorita, las mejillas sonrosadas y realzadas de Françoise, el refinamiento de estilo de Jeanne, una auténtica estatuilla de Tanagra, según pude enterarme después. Que mis ojos no tienen nada especial pero son míos. En sordina ya el extraño cuento que me suelto a mí misma para borrar la chica real y sustituirla por otra, llena de gracia y fragilidad.

Hay relatos consagrados que toman el riesgo esteticista como guía de sus tramas. Allí descubrimos hasta conductas de gran peligrosidad inspiradas en una estética de la apariencia. Oscar Wilde, por ejemplo, deja expuestos a los representantes del esteticismo. El retrato de Dorian Gray es como un discurso clarificador de algunos de sus principales postulados. La visión del mundo y del hombre, que consigue la mirada esteticista, genera sentimientos angustiosos, desesperantes y, finalmente, conduce a actitudes destructivas y autodestructivas. El esteticismo exalta la apariencia hasta la hegemonía, enaltece a las sensaciones sin profundidad y significado. «Tuve una pasión por las sensaciones», confiesa Dorian Gray. Y más expresiones ilustran de qué se trata: «la adoración de los sentidos», «un nuevo hedonismo». El mismo Dorian Gray expone un principio esteticista claro:

Nunca he buscado la felicidad. ¿Quién quiere la felicidad? He buscado el placer

Obviamente que la estética no margina pasiones, sensaciones, placeres. Pero, tampoco los encumbra desmembrados de la integridad propia de su saber.

Otra variante similar a la de Dorian Gray, pero más extrema, es el cuento alemán Blancanieves, que recogen de la tradición los hermanos Grimm. Por supuesto, también conviene ver y analizar las versiones de nuestro tiempo en diversos formatos. Los matices de época aportan información valiosa para lo que nos interesa. Hay que prestar atención a la relación entre la reina - la «nueva reina», no la mamá de Blancanieves, que muere apenas comienza la historia- y el espejo. El espejo, que siempre dice la verdad, que «jamás» miente, es un monumento al esteticismo. Lo que el espejo representa está activo en cada época. Son los que responden a nuestras preguntas sobre las trivialidades de la belleza. Medios de comunicación, profesionales de la estética, paradigmas y demandas culturales y del sistema... Claro que también hay que prestar atención a quienes se paran interrogativamente ante el espejo. A la banalidad esteticista pertenecen las obsesiones por comparar: «Espejito de la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?». Mientras la «más hermosa» es la que interroga al espejo, todo va bien. El drama comienza con el «pero»: «pero Blancanieves es mil veces más hermosa». Esto ocurre cuando la niña cumple siete años. Es que no hay cómo explicar el absurdo al que puede llegar esta tergiversación de lo estético. Los sentimientos de la reina son sintomáticos del desquicio: «orgullosa y altanera». Enterada de la hermosura «mil veces» mayor de la pequeña, la reina se transforma en un paradigma negativo que se repite cuando el esteticismo inocula su ponzoña:

Espantóse la Reina, palideciendo de envidia y, desde entonces, cada vez que veía a Blancanieves sentía revolvérsele el corazón; tal era el odio que abrigaba contra ella. Y la envidia y la soberbia, como las malas hierbas, crecían cada vez más altas en su alma, no dejándole un instante de reposo, de día ni de noche.

La historia vuelve a repetirse porque el espejo, instigador, provocador y omnisciente, sabe que la «mil veces más bella», sigue viva. Y, entonces, otra vez la «envidia», el «despecho», la «rabia», el «rencor». La historia infantil crece en crueldad y perversión. La reina da inicio a una serie de intentos de homicidio, agravados por el vínculo y la saña, que tienen su explicación en los repetidos resultados negativos de la comparativa de bellezas. El índice de letalidad del esteticismo, de la profanación de la auténtica belleza, no ha perdido vigencia. A la reina homicida la han sucedido trastornos varios -alimenticios, de autopercepción-, las codicias de los que lucran con las apariencias, empresas y empresarios de la diversión y del espectáculo, instigaciones al suicidio, acosos, y tal vez haya que incluir algunos femicidios. El pretendido final de Blancanieves no se cumple, pero poco tenía de cuento infantil. La reina había pedido a su verdugo, los pulmones y el hígado de la niña para comérselos. Los relatos de las devastaciones esteticistas llegan habitualmente a estos extremos. También la vida real cuando sucumbe a la seducción de las apariencias y del espectáculo.

Como ejemplo análogo se puede sumar la conocida historia que cuenta el escritor francés Boris Vian. El doctor Shutz, protagonista de Que se mueran los feos, se define a sí mismo «ante todo como un esteta». Lleva adelante un proyecto de reproducción de ejemplares humanos perfectos. Muchos de estos ejemplares se suicidan al descubrirse defectuosos. Shutz explica:

están condicionados de tal forma, que la sola idea de la fealdad les produce horror. El día que se dan cuenta de su imperfección, se suprimen.

El mismo personaje sostiene un diálogo en el que se explaya sobre sus ideas:

La gente suele ser muy fea –dijo Shutz-. ¿Se ha dado cuenta de que no se puede pasear por la calle sin ver muchísima gente fea? Pues mire, a mí me encanta andar por la calle, pero me horroriza la fealdad. Así que me edifiqué una calle, fabriqué gente bonita para que paseara… Era lo más sencillo que podía hacer. Había ganado mucho dinero cuidando a millonarios repletos de úlceras de estómago… Pero me cansé…, ya tenía bastante… Mi divisa es: que se mueran los feos… Divertido, ¿verdad?.

Es uno de los efectos de la banalización: la transformación de lo inhumano en diversión. El circo romano de cada época y lugar. Estas prácticas de supresión de lo feo -y de los feos- son parte de nuestro mundo. No siempre es fácil detectarlas y, habitualmente, están integradas y normalizadas.

Otro ejemplo, muy bien escrito, de este mundo en el que no logramos desinstalar los predominios esteticistas, son dos párrafos tomados de Nada de nada. Así se titula una historia de Hanif Kureishi, escritor inglés de raíces pakistaníes:

Yo era un buen polvo: un hombre apuesto, cargado de abalorios, fornido, con la melena negra hasta los hombros y un culo que pagarías por mordisquear. Si has sido atractivo, deseable y carismático, con un buen cuerpo, jamás lo olvidas. La inteligencia y el esfuerzo no compensan la fealdad. Lo único que importa es la belleza, que no se puede comprar, y los guapos son los únicos que tienen derechos. Acabes como acabes, vives toda tu vida como miembro de un club exclusivo…

He aprendido que lo inteligente es andarse con ojo con la normalidad y que la virtud es una quimera. Me he esforzado por no plegarme nunca al hábito cotidiano de la fidelidad o a las prisiones de lo convencional. La ética es una violencia patológica y la bondad un obstáculo. He sido, y espero seguir siendo, un sensualista con debilidad por el marqués de Sade como guía moral.

En La piel, Sergio del Molino cuenta algo de su historia como enfermo de psoriasis. Recurre a su experiencia y a famosos enfermos de la piel para buenas reflexiones. Cuenta sobre un nuevo medicamento que, resolviendo más fácil algunas problemáticas de la enfermedad y su tratamiento, representaba un peligro para algunos órganos. Quien sufre en su piel, añade el malestar social como parte del problema. La historia humana está transitada por el habitual rechazo social de quienes “dan” en su piel un motivo para ser estigmatizados. Por eso, del Molino escribe sobre su reacción a la advertencia del peligro de la nueva medicación:

¿Y qué más da? Sélleme la receta y déjeme salir corriendo a la farmacia. Qué importa que mi interior se pudra si puedo presumir de exterior. Nadie me va a mirar los riñones ni las arterias. Echarlos a perder es un riesgo aceptable a cambio de acabar para siempre con las miradas de los viajeros del tren y de los compañeros de oficina.

La estética de la apariencia -esteticismo, en realidad- está hermanada con una estética del espectáculo. Mejor dicho, de la vida transformada en espectáculo. O sea, ya no se tiene vida, sino que se escenifica un espectáculo todo el tiempo. Esto, tan de nuestro tiempo, fue anticipado con una increíble lucidez por Guy Debord en La sociedad del espectáculo. Ya en su tiempo, Debord percibió los indicadores alarmantes: el espectáculo y la representación en vez de la vida y la experiencia; la imagen en lugar de la realidad; la correlación «mundo real» a «simples imágenes» y de nuevo «seres reales»… Las definiciones del «espectáculo» dan una buena idea de la problemática antropológica y social sobre la que Debord quiere advertirnos: «una relación social entre personas», «una visión del mundo», «el modelo actual de la vida socialmente dominante», «la producción principal de la sociedad actual», «la realidad invertida».

El concepto de espectáculo unifica y explica una gran diversidad de fenómenos aparentes. Sus diversidades y contrastes son las apariencias de esta apariencia socialmente organizada, a la que hay que reconocer en su verdad general. Analizado según sus propios términos, el espectáculo es la afirmación de la apariencia y la afirmación de toda vida humana, es decir, social, como simple apariencia. Pero la crítica que llega a la verdad del espectáculo descubre en él la negación visible de la vida; una negación de la vida que ha llegado a ser visible.

De muchos de los grandes maestros de la antropología, hemos aprendido cuán esencial nos es el encuentro para la constitución de la persona, para la construcción de la personalidad y de la comunidad. El encuentro, la interacción dialógica, nos caracteriza como humanos. Justamente en este punto crucial descubre Guy Debord uno de los dramas de su tiempo obsesionado con dar espectáculo. Desde entonces, el drama parece dirigir sus pasos hacia la tragedia. Nunca antes hemos estado tan tiranizados por la seducción de la exposición espectacular. Debord escribió sobre la terrible consecuencia social «que se impone a toda hora en la vida cotidiana sometida al espectáculo». El espectáculo es...

como una organización sistemática de la “pérdida de la facultad de encuentro”, y como su reemplazo por un hecho social alucinatorio: la falsa conciencia del encuentro, la “ilusión del encuentro”. En una sociedad donde ya nadie puede ser reconocido por los demás, cada individuo queda incapacitado para reconocer su propia realidad.

¿Cómo afecta a la subjetividad, o sea, a la constitución e identidad del yo? Ya lo ha dicho Debord, incapacidad para reconocerse a sí mismo. Reconocerse, hacerse, construirse, desarrollarse, etc...

El espectáculo, que es la eliminación de límites entre el yo y el mundo a través de la destrucción del yo asediado por la presencia-ausencia del mundo, es igualmente la eliminación de límites entre lo verdadero y lo falso mediante el rechazo de toda verdad bajo la presencia real de la falsedad asegurada por la organización de la apariencia.

La apariencia y el espectáculo suplantan a la realidad. Entonces, son inevitables las consecuencias desastrosas para el yo. Si no es como algo expuesto y visibilizado en el espectáculo, no existo, no soy.  

En estas circunstancias, no extraña que se pierda el contacto y sentido de la realidad. La realidad es lo que se oferta en la pantalla o lo que en ella se demanda. La de «los mediáticos» es ya una forma de vida consagrada en nuestro tiempo y quizá deseada por una gran mayoría. Youtubers, influencers, streamers... tienen hasta nombre propio e indica el modo de vida que llevan. Lo que el gigantesco George Orwell llamó Big brother, para referirse a los peligros totalitaristas, se ha transformado en un ícono mundial del espectáculo. El espectáculo televisivo, la fama mediática, como modo de vida, como significado y como adicción. A tal punto que Don y Dalia, los padres de la niña de la historia Los que persiguen tormentas, son capaces de sacrificar a su hija para mantenerse vigentes en las pantallas.

Debord incluye en su lúcida lectura de la realidad y de la vida, una también lúcida crítica a la parte que el capitalismo tiene en todo este embrollo. Analiza las relaciones entre el espectáculo y la economía, la economía que se impone a la política y la imposición de fuerzas de la mercancía. En este contexto de interpretación, no se trata del espectáculo en su simple manifestación a primera vista en medios masivos de comunicación. Es algo mucho más de fondo. Expresa un modelo de vida y hasta un paradigma social. El espectáculo impone sus valores como, por ejemplo, la predominancia social de la apariencia. Pero, y aquí aparece algo de lo de más de fondo, también impone el rol preponderante de la mercancía. La sociedad es así el mercado del espectáculo o el escenario del espectáculo del mercado. En «la sociedad del espectáculo» las personas somos meros consumidores y valemos según qué y cuánto espectáculo consumimos. Y, quizá peor, también somos mercancía.

El espectáculo somete a los hombres vivientes en la medida en que la economía los ha sometido totalmente. No es sino la economía desarrollándose a sí misma… La primera fase de la dominación de la economía sobre la vida social entrañó, en la definición de toda realización humana, una evidente degradación del ser en tener. La actual etapa de la colonización total de la vida social por los resultados acumulados de la economía conduce a un deslizamiento generalizado del tener en parecer.

Que la sociedad y la vida es «espectáculo» es una evolución de los principios hegemónicos del capital y del mercado. Entre las «virtudes» que ha demostrado hasta hoy el capitalismo, está la capacidad para adaptarse y redefinirse. No ha disminuido el poder de la codicia y la confusión entre el ser y el tener. Pero ahora hay un poder que le disputa el lugar: el poder del espectáculo y la confusión entre el ser -ahora también el tener- y el parecer y el aparecer.

El espectáculo -y en realidad, las personas como espectáculo- es la mercancía que seduce a los consumidores y que tiene una enorme capacidad de generar adicción. Debord percibió su poder de sometimiento, el control de la economía y la economización espectacular de la vida. Pero sigue siendo la lógica del capital y del mercado. Así que todo lleva a la experiencia repetida y que sostiene el sistema: «el fraude de la satisfacción». Sobre lo que se produce e impone para el consumo masivo, espectáculos incluidos, Debord explica:

Ese producto cualquiera deriva su prestigio de haber estado situado un momento en el centro de la vida social, como el misterio revelado de la finalidad última de la producción. El objeto que era prestigioso en el espectáculo se vuelve vulgar en el momento en que entra en casa de tal o cual consumidor, al mismo tiempo que en casa de todos los demás. Demasiado tarde revela su pobreza esencial, consecuencia natural de la miseria de su producción. Pero para entonces ya hay otro objeto que expresa la justificación del sistema y la exigencia de ser reconocido.

Es el fraude del Big Mac de la foto cuando llega a la bandeja. Entonces, me doy cuenta de su «pobreza esencial» y de «la miseria de su producción». No tarda en llegar otro objeto de reemplazo: el Whopper Extreme. Pero el «fraude de la satisfacción» es el mismo. No obstante, hasta ahora el éxito del fraude está garantizado según demuestran los hechos.

El lugar que ocupa el espectáculo y el poder que detenta, puede llegar a una realidad y práctica totalitaria [Aquí hay que vincular con el poder, con el fenómeno del maridaje masa-poder]. Se inicia su tiranía al plantearse «como una enorme positividad indiscutible e inaccesible». ¿Cuál es su imperativo? «Lo que aparece es bueno, y lo que es bueno aparece». Diría yo, aparenta para ser más precisos con el postulado que consagra la apariencia.

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