Autoliberación

HacerSE libres 

Tengo la impresión de que uno se hace libremente lo que es

La «impresión» de la protagonista de la historia de Simone de Beauvoir es como una certeza expresada con la modestia que requiere todo lo significativo. La libertad, tarea de la que aquí tratamos, tiene una característica singular y relevante. La praxis liberadora implica experimentar, favorecer, propiciar, acompañar, liderar, conducir... un proceso de autoliberación. Es el sentido más básico y primordial del ejercicio de la libertad. Más aún, es lo que condiciona –y adorna– lo humano mismo. La libertad como logro exige un protagonismo que es personal e intransferible.

La gloriosa libertad de los hijos de Dios

Pocos han entendido tan bien como Pablo el lugar de eminencia que ocupa la libertad en la condición humana, en la experiencia de Jesús y en el proyecto del Reino. Por eso, se empeñó en armar una frase a la altura de las circunstancias: «La gloriosa libertad de los hijos de Dios». Parece que, en la libertad, en su consecución y práctica, en su expansión y disfrute, se cifra lo esencial de la filiación divina. La frase no está sola. Es parte del maravilloso capítulo 8 de la carta que Pablo escribió a la comunidad cristiana de Roma. La gesta liberadora ocurre por la coordinación de la energía propia y la del Espíritu. Ambas energías son imprescindibles e irremplazables. Y el logro obtenido no es simplemente una nueva condición de libertos. «Hijos de Dios» y, por lo tanto, «herederos de Dios y coherederos de Cristo». Difícil decir algo más y algo mejor sobre la condición y el destino humano. Esto hace insuperable al proyecto de Jesús.

Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios: ¡Abba!, es decir, ¡Padre! El mismo espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo.

Algo muy parecido escribió el mismo Pablo a la comunidad cristiana de Galacia:

Cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la Ley, para redimir a los que estaban sometidos a la Ley y hacernos hijos adoptivos. Y la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo ¡Abba!, es decir, ¡Padre! Así, ya no eres más esclavo, sino hijo, y por lo tanto, heredero por la gracia de Dios.

La praxis de autoliberación, según insiste Pablo, está vinculada y es inseparable de la acción del Espíritu. Para Yves Congar, «Jesús y Pablo unen estas realidades: Espíritu, cualidad de hijos (de Dios), libertad». Congar se ocupa de aclarar que la libertad que trae el Espíritu no se limita a la opresión del legalismo judío de su tiempo.

San Pablo hablaba de libertad, por la fe en Jesucristo, respecto a la Ley, pero los comentaristas tanto antiguos (Agustín de Hipona, Tomás de Aquino) como modernos (H. Schlier, S. Lyonnet) dicen que se trata de la libertad respecto de toda ley en cuanto obligación que fuerza desde fuera. No es que se pueda hacer lo que se quiera, situándonos “por encima del bien y del mal”. No es un quietismo, ni un movimiento del libre espíritu. El Espíritu no libera del contenido de la Ley, o sea, del bien, sino de la coerción de las obligaciones pues, por la gracia y el amor, interioriza lo que ellos ordenan. Y entonces esto viene de mí, es un movimiento mío espontáneo; actúo libremente.

La precisión de Congar es buena, pero no va mucho más allá del planteamiento moral. Lo de Pablo avanza hasta la mística, la espiritualidad y el corazón del proyecto evangélico. No sólo hemos quedado liberados de las coerciones y coacciones de lo legal. La libertad que trae el Espíritu nos lleva a la máxima expresión y experiencia de la imagen y semejanza divina del hombre.

el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad.

En el cristianismo, todo esto de la conquista de la propia libertad pertenece a los auténticos dogmas -distintos de aquellos innumerables que, inventados por los pretendidos maestros de turno, lastran la vida humana-. Pablo VI, buen referente de un buen cristianismo, entendía bien acerca de esta libertad activada por cada uno:

el hombre no es verdaderamente hombre, más que en la medida en que, dueño de sus acciones y juez de su valor, se hace él mismo autor de su progreso, según la naturaleza que le ha sido dada por su Creador y de la cual asume libremente las posibilidades y las exigencias.

No le hace bien a nadie una permanente presencia de tutores o preceptores del comportamiento y de la vida personal. Cuidar al otro, protegerlo, a través de prácticas que condicionan o entorpecen la autoliberación, no es educación, promoción, liberación, ni nada parecido. Educar de esta manera es infantilizar y, a mediano y largo plazo, es construir un oprimido.

Resulta tan decisivo este sentido de liberación que, como explica Olegario González de Cardedal, es lo que da identidad propia al cristianismo:

¿Es posible a los humanos acercarnos tan de verdad a los demás, ser tan prójimos de su real destino, insertarnos por el amor y no por la curiosidad o violencia tan dentro de ellos, que podamos serlo no por sustitución de su libertad sino justamente por un fortalecimiento tal, que les posibilitemos hacerse cargo de su propia libertad y ejercerla respondiendo a los retos de su personalísima misión histórica? Todo el cristianismo se fundamenta justamente sobre la respuesta que demos a esta pregunta

La identidad de Jesús, su personalidad y la misión asumida, están definidas por su compromiso con la liberación humana. El mismo González de Cardedal reconoce en Cristo el supremo modelo de la libertad humana como protagonismo personal. Su ejemplaridad,

más que anulación de nuestra libertad es entonces una incitación y más que sustitución es reto para que cada cual lleguemos a la meta que, una vez que él la ha conquistado, a todos los demás nos parece ya necesario conquistar. Es, por tanto, incitación, ejemplo y gracia.

En la tradición cristiana, todo esto que vale para todo hombre y mujer, se redimensiona cuando se trata de los pobres. Pobres y esclavos son sinónimos de hecho más allá de diversidades lexicales y conceptuales. Por eso, la misma inteligencia evangélica de Pablo VI se lee en las palabras de Gustavo Gutiérrez, interpretando el sentido bíblico y enfatizando la libertad como tarea del pobre:

así se fue entendiendo que lo que la Biblia llama los pobres no son sólo los destinatarios privilegiados del evangelio, son también, y por lo mismo, sus portadores.

Los tesoros del Evangelio, del proyecto de Jesús, son preferencialmente para los pobres como «portadores» y protagonistas. Esto, obviamente, incluye la libertad. Es en la acción autoliberadora que toma cuerpo la praxis realizada con y desde el pobre. Son ellos los que deben necesariamente participar en el proceso de su propia liberación. Y esto es mucho más que un derecho. Jesús Olmedo nos obliga a dar un paso adelante al escribir que, «a los hijos e hijas de Dios, enraizados en su amor, se les prohíbe y se les exige no someterse al yugo de la esclavitud ni a cualquier otro poder alienante y opresor».

De esto se ocupan con especial esmero Casaldáliga y Vigil en su elaboración sobre la Espiritualidad de la liberación. La importancia de un protagonismo intransferible de la liberación se dimensiona también a la luz de lo poco que ocurre a nivel personal y, sobre todo, institucional. Muchas prácticas, promovidas y cultivadas institucionalmente, son exactamente lo contrario. Se supone que los muchos y diversos «agentes» institucionales han logrado ya comprender la lógica iniciada el siglo pasado en Latinoamérica -iniciada, en realidad, más de dos milenos atrás por Jesús de Nazaret-. Dicha lógica se explica como «ruptura pedagógica en su trabajo». ¿En qué consiste? En

reconocer a los pobres como sujetos de su propio destino, sumarse a su propio protagonismo, dejar de tratarlos como beneficiarios de una acción asistencial, dejar de vivir “para” los pobres y pasar a vivir “con” ellos, en comunión de lucha y esperanza, ayudando en todo caso a que sean ellos los gestores de su propio destino.

La renovación evangélica que Casaldáliga y Vigil exponen, reclama transformaciones difíciles en la institucionalidad católica y cristiana. Tan difícil que aún no se ha conseguido y quizá lleve una historia completa lograr. Es el sentido que se dio a la «Iglesia de los pobres» en el contexto latinoamericano. Este modo de repensar la Iglesia...

significa que los pobres son en ella sujetos, protagonistas directos, punto de referencia central, con voz y autoridad; que ya no son “objetos” en la Iglesia. Tradicionalmente, la Iglesia se ha unido a las clases dominantes para ayudar a los pobres a través de esta alianza con los ricos. La novedad de la Iglesia de los pobres es que la alianza es ahora con los pobres directamente: la Iglesia los acoge, les deja irrumpir dentro de ella y los reconoce como sujeto histórico eclesial. La Iglesia se convierte a los pobres.

HacerSE libres, hacerSE personas

Sobre la libertad que cada uno se debe a sí mismo, hay una versión minimalista e insatisfactoria para las expectativas humanas. Sería la libertad como ruptura con lo que nos constriñe y oprime. Hay muchísimo más en un proceso de autoliberación. Con la libertad gestionada por uno mismo se construye la identidad, la personalidad, el sujeto y la comunidad. Se protagoniza la propia historia. Sin la libertad como práctica intransferible, la persona no alcanza la integridad e infinitud de su estatus. La teología personalista de Jean Mouroux ha valorado este aspecto. Así lo explica Alonso García: «la persona se engendra a sí misma según el uso de su propia libertad». A continuación, cita a Mouroux: «el hombre se hace día a día, por su libertad». La idea de libertad de Mouroux, según interpreta Alonso García «es esencialmente un esfuerzo de liberación, una conquista siempre lenta y arriesgada». Y aludiendo a conquista de «la filosofía moderna», enfatiza el «poder de autorrealización humana» como «la marca característica de la grandeza de la persona».

La aportación de Mouroux sobre la libertad como logro personal, se puede completar con la descripción de «la persona como vocación». En este sentido, «el hombre es, por definición, el ser capaz de generarse a sí mismo según su propia voluntad, capaz de tomarse a sí mismo para afirmarse o negarse, hasta el momento en que se haya dado su aspecto definitivo». Cada uno llega a ser «tal cual le elabora su propia libertad».

Hacerse cristianos es casi lo mismo -quizá exactamente lo mismo- que hacerse libres y hacerse personas. Olivier Clément se expresa en los varios términos posibles de la tradición Oriental. Que también es la tradición Occidental, sólo que andamos hace siglos empeñados en diferenciarnos los unos de los otros. Bautizarse es optar por volver a trabajar en lo que somos «imagen de Dios». Luego, la vida y la praxis cristiana es la «tarea», el intento de «dar una semejanza total, inventando, bajo el soplo y fuego del Espíritu, una manera personal e incomparable de ser en Cristo». En la página siguiente cita a Máximo, que aporta otro sinónimo para cristiano, persona y libre, «hijos de Dios:

el Señor nos ha dado poder de hacernos hijos de Dios para toda la eternidad: desde ahora nuestra salvación está en nuestras manos

Para esclarecer el proceso de autoliberación desde la perspectiva más cristiana y teológica, hay que recordar un principio de base. «Él no quiere salvarte a la fuerza y mal tu grado, sino cuando tú también lo quieras». Es el primer paso de lo que acaba siendo la liberación de sí mismo. El que se ha consagrado con esta enseñanza es san Agustín.

Sin Dios, no podemos, sin nosotros Dios no quiere

Catalina de Siena se suma al argumento de Agustín:

Con estas palabras manifestó la Verdad eterna que Él nos ha creado sin nosotros, pero no nos salvará sin nosotros. Quiere que nosotros pongamos en ello la libre voluntad, empleando el tiempo en las verdaderas virtudes.

Psicologías de la autoliberación

Algunas teorías y terapias psicológicas han sido pensadas en perspectiva de una vida como proceso de autoliberación. Edith Eger es psicóloga, discípula de Viktor Frankl y sobreviviente de Auschwitz. Su pretensión como terapeuta es, en sus mismas palabras, ayudar a...

experimentar la libertad frente al pasado, libertad frente a los fracasos y miedos, libertad frente a la rabia y los errores, libertad frente al remordimiento y el duelo no superado, y libertad para disfrutar plenamente del rico festín de la vida. No podemos decidir tener una vida sin dolor. Pero podemos decidir ser libres, escapar del pasado, nos suceda lo que nos suceda, y adaptarnos a lo posible.

Insiste con machacona y lúcida tozudez en una clave existencial y liberadora: decidir. Su estrategia liberadora apunta a la esclavitud de historias pasadas que han generado un trauma que nos reprime, que nos hace «incapaces de vivir plenamente nuestras vidas». Nos falta libertad.

Entre su terrible experiencia en Auschwitz y lo que le enseñó Viktor Frankl, Edith Eger encontró algo clave para sí misma y para su quehacer como terapeuta.

La curación, la autorrealización y la libertad provienen de nuestra capacidad de elegir cómo responder a lo que nos depara la vida, para sacar un significado y ver un propósito en todo lo que vivimos (y especialmente en nuestro sufrimiento). La libertad es un modo de vida, una elección que hacemos una y otra vez cada día.

Hay salida para todo encierro. Se trata de buscar pacientemente y actuar oportunamente. Y no es suficiente con encontrar la salida de emergencias. Hay que aspirar a, una vez traspasada la salida de emergencia, avanzar en la vida por los caminos que nos permita expandirnos y evolucionar. Hay una versión de mínimos de la libertad: romper las cadenas que nos retienen. Pero hay mucho más en la libertad: desarrollar la propia vida impulsados por el ansia de plenitud y felicidad.

Hay diferentes formas de salir adelante. Yo tendré que encontrar mi propia manera de vivir con lo que ha sucedido. Todavía no sé cuál es. Nos hemos liberado de los campos de exterminio, pero también debemos liberarnos para crear, para construir una vida, para elegir.

Es muy buena el enfoque de Eger: se trata de tomar decisiones. Decidir es una parte importantísima de su supervivencia en Auschwitz. Es la libertad de decidir, aunque estemos confinados. Por ejemplo, decidir sacar el provecho posible al caos y al drama. Para Eger fue tomar la decisión de aprender.

Podemos decidir qué aprender del horror. Amargarnos con la pena y el miedo. Hostiles. Paralizadas. O aferrarnos a nuestro lado infantil, el lado animoso y curioso, el lado inocente.

La experiencia de los campos de concentración y exterminio puede resultar ejemplar. Allí eran casi siempre otros los que decidían sobre la vida de millones de personas anuladas hasta la aniquilación. El «casi» siempre es preciso. Porque «siempre» hubo algunos, poquitos ciertamente, que reconocieron que el ser humano conserva, incluso en el confinamiento más estricto y cruel, un resto de autodeterminación. Eger se dio cuenta oportunamente de este resto de libertad:

Hace mucho tiempo, el dedo de Mengele señaló mi destino. Decidió que mi madre muriera, decidió que Magda y yo viviéramos. En cada fila de selección, lo que estaba en juego era la vida y la muerte. La decisión nunca la tomaba yo. Pero, incluso entonces, en mi cárcel, en el infierno, podía decidir cómo reaccionar; podía decidir lo que guardaba en mi mente. Podía decidir caminar hacia la alambrada electrificada, negarme a salir de la cama, o luchar y vivir, pensar en la voz de Eric y el strudel de mi madre; pensar en Magda, a mi lado, reconocer todo aquello por lo que tenía que vivir, incluso en medio del horror y la pérdida.

Edith Eger, 1927

El «horror» vivido y aprovechado por Edith Eger, tiene valor imperecedero para iluminar caminos de salida y liberación:

Cuando nos liberaron a mi hermana y a mí en Gunskirchen -un campo de concentración de Austria- en mayo de 1945, algo más de un año después de que nos hicieran prisioneras, mis padres y casi todas las personas que conocía habían muerto. Tenía la espalda hecha trizas por las constantes palizas. Estaba muerta de hambre, tenía el cuerpo lleno de heridas y apenas podía moverme. Yacía encima de una montaña de cadáveres, personas que habían pasado enfermedades y hambre como yo y cuyos cuerpos habían dicho basta. No podía deshacer lo que me habían hecho. No podía controlar cuántas personas habían arrojado los nazis a los vagones para ganado o a los crematorios, tratando de exterminar al mayor número de judíos e “indeseables” posible antes del fin de la guerra. No podía alterar la deshumanización sistemática ni el asesinato de los más de seis millones de inocentes que murieron en los campos. Pero sí podía decidir cómo responder al terror y a la impotencia. Por alguna razón, elegí la esperanza.

Decidir fue tan importante en la experiencia de Eger y en la de tantos supervivientes, que acaba siendo clave en su propuesta terapéutica.

Mi método terapéutico es ecléctico e intuitivo, una amalgama de teorías y prácticas basadas en la observación y el análisis cognitivo. Yo lo llamo “terapia de la elección”, pues la libertad se basa sobre todo en la elección.

Su propuesta aparece luego de su experiencia y de reflexionar sobre ella:

Todos los supervivientes que conocí tenían una cosa en común conmigo y entre sí. No teníamos control sobre los hechos más apabullantes de nuestras vidas, pero teníamos el poder para determinar cómo experimentar la vida después del trauma. Los supervivientes podían continuar siendo víctimas mucho después de que la opresión hubiera desaparecido, o podían aprender a salir adelante y prosperar. En la investigación para mi tesis, descubrí y expuse mi convicción personal y mi piedra angular clínica: podemos decidir ser nuestros propios carceleros o podemos decidir ser libres.

El poder de «elegir ser libres» es el poder de pasar «de víctimas a triunfadores».

Es como resolver, en cada encrucijada, el camino a seguir. Algo parecido a lo que explicó Erik Erikson en su teoría sobre el desarrollo. Así lo experimentó Edith cuando estaba a punto de volver a Auschwitz, tiempo después de la caída del régimen nazi: «cada uno de nosotros tiene un Adolf Hitler y una Corrie ten Boom en su interior. Tenemos la capacidad de odiar y la capacidad de amar. Lo que escojamos, nuestro Hitler o nuestra ten Boom, depende de nosotros». Hace una apreciación parecida cuando escribe En Auschwitz no había Prozac. «Todos tenemos un nazi dentro. La libertad implica elegir en cada momento si activamos nuestro nazi o nuestro Gandhi interno; el amor con el que nacimos o el odio que aprendimos». La misma Edith, relatando los efectos de la experiencia de confinamiento, diferencia, a la hora de «honrar el recuerdo», entre «seguir anclada en la culpa, la vergüenza, la ira, el resentimiento o el miedo del pasado», o «la capacidad de elegir» para liberarse y crecer. La encrucijada nos pone ante la elección entre ser víctimas -hasta el victimismo- o ser sobrevivientes; entre quedarnos en la indagación de porqué o avanzar hacia el ¿ahora qué?

La misma Eger reconoce un momento crucial de su vida. Hay un momento que define un antes y un después. Y, curiosamente, no es la liberación del campo de concentración. Es el momento liberador de la decisión:

En aquellas horas previas al amanecer de otoño de 1966, leo esto, en el núcleo principal de las enseñanzas de Frankl: “Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas -la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias- para decidir su propio camino”. Cada momento es una elección. Por muy frustrante, aburrida, limitadora, dolorosa u opresora que sea nuestra experiencia, siempre podemos decidir cómo reaccionar. Y por fin empiezo a entender que yo también puedo decidir. Darme cuenta de eso cambiará mi vida.

Luego de compartir su historia y algunas de sus pacientes, Edith Eger desmonta un supuesto muy extendido:

El tiempo no cura. Lo que cura es lo que haces con el tiempo. Curarse es posible cuando decidimos asumir la responsabilidad, cuando decidimos correr riesgos y, por último, cuando decidimos liberarnos de la herida, dejar atrás el pasado o la pena.

No es el paso del tiempo, es el Kairós, el tiempo oportuno, el instante apropiado, en que tomamos la decisión de liberarnos y proveernos la cura.

Edith Eger ha reconocido su deuda con su maestro, Viktor Frankl. Con él comparte ideas y, sobre todo, experiencias decisivas para sus vidas y sus propuestas terapéuticas. Han compartido el horror y han sabido decidir superarlo. Frankl elabora los «conceptos básicos» de su «logoterapia». Entre ellos, obviamente, se encuentra la importancia significativa de la «decisión»:

El hombre no se limita a existir, sino que decide cómo será su existencia, en qué se convertirá en el minuto siguiente.

Viktor Frankl, con sus ideas sobre la libertad humana, contesta a lo que llama el «pansexualismo» y el «pandeterminismo» del psicoanálisis.

Viktor Frankl, 1905-1997

Edith Eger reconoce la herencia de Viktor Frankl en esta comprensión de la libertad como toma de decisiones. Para Frankl fue un interrogante especialmente complejo el de la realidad de la libertad. El entorno del campo de concentración podría haber sido una fuerte objeción. Sin embargo, ocurrió lo contrario. En el tiempo de cautiverio pudo reconocer suficientes ejemplos de «una muestra irrefutable», que ya hemos mencionado más arriba.

Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas -la elección de la actitud personal que debe adoptar frente al destino- para decidir su propio camino.

«Elegir», «tomar una decisión», es algo que sucede como posibilidad permanentemente. La «conclusión» de Frankl deja en pie la existencia de la libertad personal como decisión:

cada hombre, aun bajo unas condiciones tan trágicas, guarda la libertad interior de decidir quién quiere ser -espiritual y mentalmente-, porque incluso en esas circunstancias es capaz de conservar la dignidad de seguir sintiendo como un ser humano.

Para la teoría y la terapia psicológica de Frankl, este es un dato decisivo -lo es para una buena antropología, también-: «es precisamente esta libertad interior la que nadie nos puede arrebatar, la que confiere a la existencia una intención y un sentido».

La posibilidad de decidir es la esencia de la definición antropológica de Viktor Frankl:

¿Quién es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que inventó la cámara de gas, pero también es el ser que entró en ellas con paso firme y musitando una oración.

Repite algo muy parecido al finalizar sus Conceptos básicos de Logoterapia.

El hombre es ese ser capaz de inventar las cámaras de gas de Auschwitz, pero también es el ser que ha entrado en esas mismas cámaras con la cabeza erguida y el Padrenuestro o el Shemá Israel en los labios.

Esta curiosa confesión de E. Eger cuando recuerda sus primeros tiempos de regreso a su hogar. «Lo irónico de la libertad es que resulta más difícil encontrar una esperanza y un objetivo». Entonces, empezamos a añorar la esclavitud…

Filosofías y antropologías

Pero, es mucho más que pedagogías, psicologías y terapias, es antropología. Y no menos, sociología y política.

Michel Foucault aborda cuestiones sobre la Ilustración que aquí nos interesan. Lo hace con el sugerente título de El gobierno de sí y de los otros. Es, además, otro aspecto de la filosofía como inquietud y conocimiento de sí mismo. Gran parte de la vida se cifra en quién gobierna sobre la propia existencia e historia. Se ocupa del consagrado texto de Kant y de la pregunta «¿Qué es la Ilustración?». Foucault recuerda la respuesta de Kant. La Ilustración es «la salida del hombre de su minoría de edad, de la que él mismo es responsable». Llevábamos entonces siglos de «minoría de edad». O sea, siglos sin valernos «del entendimiento sin la dirección de otro». Y de esto somos nosotros, cada uno, los responsables. ¿Por qué? No por defecto del entendimiento en sí, «sino por una falta de decisión y coraje para valerse de él sin la dirección de otro». Kant ofrece la salida del problema: «Sapere aude! Ten el coraje de valerte de tu entendimiento». Llevábamos siglos de otros tomando decisiones por nosotros, siendo infantilizados: monarcas, príncipes, sacerdotes, jefes, varones...

La historia se puede leer dilucidando este mantenimiento de la humanidad en un infantilismo esclavizante. Kant hace una lectura histórica y propone una iluminación liberadora. Foucault deja claro que no hay en la condición humana «un estado de impotencia natural». El problema es otro.

Kant se refiere a un acto o, mejor, a una actitud, un modo de comportamiento, una forma de voluntad que es general y permanente y que no crea en absoluto un derecho, sino simplemente una especie de situación de hecho en la que, por complacencia y de alguna manera gracias a una cortesía ligeramente teñida de cálculo y astucia, pues bien, resulta algunos han tomado la dirección de los demás.

Quienes nos han mantenido subyugados en la minoría de edad son, según el mismo Kant, «tres autoridades»: «el libro, el director de conciencia, el médico». En cada caso se combinan indebidamente «la obediencia y la ausencia de razonamiento». Según entiende Foucault -que tan bien entiende, por lo general-, las Críticas de Kant apuntan a resolver este drama histórico de la humanidad. El vínculo es propuesto por Foucault: «Salir de la minoría de edad y ejercer la actividad crítica son, a mi juicio, dos operaciones que están ligadas».

La Crítica de la razón pura quiere establecer una ruptura con «la autoridad del libro». Quizá es mejor decir con el posible autoritarismo y la autoridad como falacia. Porque la autoridad del libro no es dudable. Es similar a la autoridad de la verdad. salir de la minoría de edad a la que nos somete el despotismo del libro significa usar de manera legítima y «dentro de los límites» nuestro entendimiento. Kant propone una liberación de autoritarismos, a la vez que, el reconocimiento y el respeto de los límites reales. En palabras del análisis de Foucault: «es preciso que demos a nuestro entendimiento, concreta, personal e individualmente, un uso autónomo» del entendimiento propio, «sin referirnos a la autoridad de un libro».

Con la Crítica de la razón práctica se intenta romper con el poder subyugante del «director de conciencia». O sea, alcanzar la libertad usando «nuestra conciencia para determinar nuestra conducta».

Más allá de la interpretación de las obras de Kant, hay un planteo general de la manera como alcanzar la liberación ilustrada. Que es una manera de alcanzar autonomía, autodeterminación, con todo lo que eso significa para la subjetivación, la identidad y la personalidad. La clave tiene que ver con el título mismo del curso: el discernimiento y las consecuentes decisiones sobre «gobierno de sí» y «gobierno de otros». Hay que dilucidar la «relación entre el uso que damos o podríamos dar a nuestra razón y la dirección de los otros».

Un primer dato explicativo e importante que aporta Kant en su análisis es la aclaración de que nadie ha obligado o violentado a la humanidad infantilizada. «Se debe -explica Foucault- simplemente a nosotros mismos, a cierta relación con nosotros mismos». Las palabras y actitudes que repite Kant, y que explican nuestro sometimiento son «pereza y cobardía».

La pereza y la cobardía son las que nos llevan a no otorgarnos la decisión, la fuerza y el coraje de tener con nosotros mismos la relación de autonomía que nos permita servirnos de nuestra razón y nuestra moral.

Foucault se extiende en la explicación de lo que incapacita a los seres humanos para superar la minoría de edad:

Es porque son cobardes, porque son perezosos; por su propio pavor. Insistamos, aun liberados de sus vínculos, aun liberados de lo que los retiene, aun liberados de esta autoridad, pues bien, no tomarían a su cargo la decisión de caminar por sus propios medios y caerían, no porque los obstáculos sean insalvables, sino porque tendrían miedo. Nos encontramos en un estado de minoría de edad porque somos cobardes y perezosos, y no podemos salir de dicho estado de minoría de edad precisamente porque somos cobardes y perezosos.

No obstante...

... hay un problema serio que obstaculiza el proceso de autoliberación: «Los “harapientos” no se rebelan». Esta es una polémica conclusión de Primo Levi aprendida en la pocas e impotentes experiencia de rebelión acaecidas en los campos de exterminio nazis. Parte de una buena estrategia de sometimiento es despojar progresivamente de todo hasta dejar a las víctimas en harapos y desmantelar la resistencia y la rebelión. De esta manera se construye un esclavo.

A este bloqueo que sufren los «harapientos» parece aludir el poema El esclavo, de F. Nietzsche:

A. Puesto en pie escucha: ¿qué lo desconcierta?

¿Qué oye vibrar ante sus oídos?

¿Qué lo ha dejado tan abatido?

B. Como todo el que ha llevado cadenas,

por doquier escucha... su chirrido.

En la experiencia traumática de muchos que han sufrido la represión y la esclavitud, parece que las cadenas siguen pesando y sonando mucho después de haber sido materialmente rotas.

También polémico y con algo en común, pero algo diverso, es el parecer de Trotsky: «Los únicos que no huyen son los haraganes». Saca esta conclusión en el derrotero del exilio forzado hacia Siberia, que luego se transformó en una fuga «en un trineo de renos». Allí se encontró con mucha gente instalada en el exilio, en el aislamiento, como castigo. Hacerse libre también pasa, en determinadas circunstancias de vida, por fugarse, por tomar la decisión de huir, de escapar del encierro. La liberación requiere una disposición proactiva. El relato autobiográfico de Trotsky funciona como narración ejemplar y libro sagrado en el género liberacionista.

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