DE LA NADA

Finalmente, luego del proceso teológico y de la experiencia de Dios está la nada. Allí acaban la teología y la mística. En la nada, no en el nihilismo. El gran maestro de esta muy osada enseñanza es el Maestro Eckhart. Enseñanza no exenta de problemas dogmáticos y disciplinares que se extendieron por siglos en el reino de la miopía oficial del catolicismo.

Eckhart, luego de negar las clásicas atribuciones trascendentales en Dios, el maestro concluye:

Y si Él no es ni bondad ni ser ni verdad ni Uno, ¿entonces qué es? No es absolutamente nada, no es ni esto ni aquello. Si tú todavía piensas en algo que Él sería, no lo es.

Dios es nada -o Dios no es nada-, sería una simple conclusión de la experiencia y de la teología de Eckhart. Una maravillosa conclusión…

Si yo dijera que Dios es un ser, cometería un error tan grande, como si llamara al sol pálido o negro. Dios no es ni esto ni aquello. Y un maestro dice: Quien cree haber llegado a conocer a Dios y quien al hacerlo conozca alguna cosa, no conoce a Dios.

Eckhart no ignora la tremenda dificultad de lo que está diciendo y la polémica consecuente. Obviamente, saberlo no lo acobardaba. El Maestro suma aclaraciones, quizá en una práctica de diálogo con sus propias incertidumbres, luego compartidas por los herederos de su santidad y sabiduría:

«Pero si he dicho que Dios no es un ser y se halla por encima del ser, esto no significa que le haya negado el ser, antes bien lo he enaltecido en Él… Dios no es ni ser ni bondad. La bondad está apegada al ser y no va más allá del ser; pues, si no hubiera ser, no habría bondad, y el ser es todavía más acendrado que la bondad. Dios no es bueno ni mejor ni óptimo. Quien dijera que Dios era bueno, lo agraviaría tanto como si llamara negro al sol».

La que consideramos simple conclusión merece las aclaraciones del párrafo precedente de Eckhart, y todas las que se puedan elucidar de su teología. Simple para empezar, la conclusión tiene que sumar todas las precisiones posibles dada la trascendencia de lo que se trata.

Que Dios sea nada es lo que da sentido a todo lo referido a Él y a nuestra religiosidad como relación con la divinidad. Y, teniendo en cuenta la experiencia religiosa más habitual, si Dios es nada, hay que reorientar mucho -algunos deben reorientar todo-. Este reorientar se entiende en los términos conocidos de la conversión.

Entonces, la nada sería lo que expresa el destino del camino y el estado final de quien lo recorre. El rol fundamental lo cumple, para Eckhart, el desasimiento que es la actitud más importante del que camina hacia la unión.

Quien quiere esto o aquello, quiere ser algo; el desasimiento, en cambio, no quiere ser nada.

Con sentido el más negativo de la «nada», Eckhart escribe: «Todo cuanto es la nada, ha de ser depuesto y encubierto de modo tal que ni siquiera se lo deba pensar jamás. No debemos saber nada de la nada y no hemos de tener nada en común con la nada. Todas las criaturas son pura nada… Quien busca la nada ¿a quién puede quejarse por haber encontrado la nada? Si encontró lo que buscaba. Quien busca o ambiciona una cosa cualquiera, busca y ambiciona la nada, y quien pide una cosa cualquiera recibe la nada».

El que se va desasiendo expresa, en esa práctica de ir soltando, el deseo de la nada -que es el deseo de Dios-. De esto trata la pobreza evangélica según Eckhart, de sólo retener nada para alcanzar a Dios. Sobre esta pobreza escribe A. M. Haas que es «la concepción más dura de pobreza que pueda imaginarse». Ella es imprescindible para el «traspaso hacia la divinidad» que consiste en «no querer nada, no saber nada, no tener nada». La opción por la nada hace posible el traspaso «hacia una inquebrantable unidad con Dios». Eckhart saca algunas consecuencias sorprendentes. Una de ejemplo:

Mas, ahora pregunto yo: ¿cuál es la oración del corazón desasido? Contesto diciendo que la pureza desasida no puede rezar, pues quien reza desea que Dios le conceda algo o solicita que le quite algo. Ahora bien, el corazón desasido no desea nada en absoluto, tampoco tiene nada en absoluto de lo cual quisiera ser librado. Por ello, se abstiene de toda oración y su oración sólo implica ser uniforme con Dios.

Así que, lo mejor de la oración es no pedir nada y que sea pura adoración. Transformar la oración según esta orientación mística puede resultar un desafío del resto de una vida. Especialmente para quienes han recibido los condicionamientos de conciencia y la rigidez de las enseñanzas más tradicionales y populares.

Eckhart hace una típica interpretación alegórica del texto de Lucas sobre la experiencia iniciática de Pablo. Experiencia paradigmática de conversión, o sea, de reorientación de la existencia en armonía con lo revelado acerca de Dios. Lucas explica que «Saulo se levantó del suelo y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada». Las palabras bíblicas dan pie a una serie de lecturas en las que el denominador común es la nada relacionada con la experiencia de Dios.

«Me parece –escribe Eckhart- que esta palabra tiene cuatro sentidos. Un sentido es éste: cuando se levantó del suelo, con los ojos abiertos, nada veía y esa nada era Dios; puesto que, cuando ve a Dios, lo llama una nada. El segundo sentido es: al levantarse, allí no veía nada sino a Dios. El tercero: en todas las cosas nada veía sino a Dios. El cuarto: al ver a Dios veía todas las cosas como una nada».

Y en un párrafo posterior, también sobre las palabras de Lucas, Eckhart añade que Pablo «no puedo ver lo que es uno. Él nada veía, y eso era Dios. Dios es una nada y Dios es alguna cosa. Lo que es alguna cosa, también eso es nada. Lo que Dios es, lo es totalmente. De ahí que el clarividente Dionisio, siempre que escribe de Dios, dice: él está por encima del ser, por encima de la vida, por encima de la luz; no le atribuye ni esto ni lo otro y con ello quiere decir que él es un no sé qué, que está más allá de todo. Si alguien ve alguna cosa, o si algo penetra en tu conocimiento, eso no es Dios, justamente, porque no es ni esto ni lo otro. A quien diga que Dios está aquí o allí, no le creáis. La luz, que es Dios, brilla en las tinieblas (Jn 1, 5). Dios es una luz verdadera; quien quiera verla debe ser ciego y debe mantener a Dios lejos de todas las cosas. Un maestro dice: quien habla de Dios con un ejemplo cualquiera habla en un sentido impuro de él. Pero quien con nada habla de Dios lo hace correctamente. Cuando el alma llega a lo uno y allí entra en un rechazo puro de sí mismo, encuentra a Dios como en una nada. A un hombre la pareció una vez en un sueño –era un sueño de vigilia- que estaba preñado de la nada, como una mujer lo está de un niño, y en esa nada había nacido Dios; él era el fruto de la nada. Dios había nacido en la nada».

Varios siglos antes que Eckhart, Agustín de Hipona, retenido por su hábito filosófico e intelectual, llega a la conclusión acertada. Aunque, para él, se convierte en una angustia que habrá de resolverla luego teológicamente. No estaba quizá preparado para la osada verdad que alcanzará la mística cristiana posterior. En sus tensiones con el maniqueísmo, no logra resolver la negación de lo material en Dios. Y, sin darse cuenta siquiera, consigue lo mejor de la teología negativa.

«Me decía a mí mismo –escribe Agustín- que si bien no podía imaginar que ese Ser incorruptible, inviolable y sin cambio –que yo ponía por encima de todo lo corruptible, que es violable y mudable-, tuviera la forma del cuerpo humano, al menos me tendría que ver obligado a concebirlo como algo corpóreo que se extiende por el espacio o inmerso en el mundo o fuera de él –y por el infinito; porque, de no hacerlo así, de no admitir un cierto espacio, me parecía que Dios era nada, absolutamente nada, ni siquiera el vacío que deja un cuerpo al cambiar de sitio».

A Agustín, seguramente, debemos la instalación de la idea que concebirá posteriormente la experiencia y la reflexión mística. Él sabe de la desmesura del ser divino, pero parece que todavía no había llegado el tiempo de la versión positiva de la nada.

En su propuesta de una espiritualidad de libertad radical, forma de interpretar a Jesús y su mensaje, Albert Nolan hace una breve recorrida histórica de hitos de la nada para referir a Dios:

«Los místicos dicen que Dios es incognoscible. Tomás de Aquino afirma que no sabemos qué es Dios, sino que tan sólo sabemos lo que Dios no es. La teología negativa es una antigua tradición judeo-cristiana que se remonta a la experiencia que Moisés tuvo de un Dios escondido. Dios es invisible, y no cabe hacer ninguna clase de imagen visible de Dios. Tampoco es posible nombrar a Dios adecuadamente. En definitiva, Dios es innombrable, inefable.

El antiguo autor cristiano conocido como Pseudo-Dionisio habló de la mística como una experiencia de Dios que tiene lugar sin palabras, sin nombres, sin ideas y sin ningún conocimiento. Esto lo han asumido casi todos los místicos cristianos a lo largo de los siglos como una descripción adecuada de lo que experimentan. Es la llamada mística “apofática”. El proceso por el que se llega a esta clase de experiencia mística implica abandonar todas nuestras imágenes de Dios, todo cuanto pensamos que sabíamos sobre Dios. Este proceso es denominado a veces “no saber”. Lo cual no significa que todas nuestras imágenes de Dios sean falsas o inútiles. Significa que tenemos que ir más allá de ellas, trascenderlas, “desconocerlas”… antes de poder tener una experiencia auténtica de Dios. ¿Por qué?

Todos los teólogos cristianos, del pasado y del presente, todos los místicos y otras muchas personas enseñan que Dios no es un objeto. No podemos contar a Dios como uno de los objetos del mundo, ni siquiera como el mayor de los objetos o cosas. Dios no es una cosa junto a otras cosas, o un ser junto a otros seres. Dios no es ni siquiera un ser invisible o un ser escondido. Por eso algunos místicos hablan de Dios como nada, que significa “no cosa”. Y por eso Dios no puede convertirse en un objeto de conocimiento».

Michel de Certeau narra una historia con el título Éxtasis blanco en la que se confrontan el deseo de ver todo y de ver a Dios con el no ver nada. O, quizá mejor explicado, la mejor de las visiones que coincide con no ver nada y que abre el camino para ver a Dios.

  • ¿Cómo explicarle?, dijo el monje Simeón a su visitante, que llegaba de Panoptia (un país lejano; Simeón no hubiera podido decir dónde quedaba, él no conocía más que sus montañas). ¿Cómo describir el objetivo exorbitante de la marcha milenaria, varias veces milenaria, de los viajeros que se pusieron en camino para ver a Dios? Yo soy viejo y sigo sin saber nada. Sin embargo, nuestros autores hablan mucho de eso. Cuentan maravillas, que tal vez a usted le parezcan más inquietantes que esclarecedoras. Según lo que escriben -repito lo que ellos mismo recibieron, dicen, de una tradición antigua que se remonta, ¿a quién? ¡Vaya a saber!-, la visión coincide con el desvanecimiento de las cosas vistas. Separan lo que nos parece indisociable: el acto de ver y las cosas que uno ve. Afirman que cuanta más visión hay, tantas menos cosas se ven; que una crece a medida que las otras se borran. Por nuestra parte, suponemos que la vista mejora al conquistar objetos. Para ellos se perfecciona al perderlos. Ver a Dios, finalmente, es no ver nada, es no percibir ninguna cosa particular, es participar en una visibilidad universal que no implica ya el recorte de las escenas singulares, múltiples, fragmentarias y móviles de que están hechas nuestras percepciones...

Hay ya un anticipo de toda esta nada divina en la enseñanza, en la ley y en la actitud judía contraria a la imaginería para representar lo divino. Un hecho histórico, paradójico y repetido, es una buena de explicarlo. Eric Michaud hace una presentación de autores que representan el origen del antisemitismo europeo moderno. Es en el contexto de la negación de la habilidad para el arte que varios atribuyen al pueblo judío. Michaud transcribe un párrafo de Hegel, tomado de El espíritu del cristianismo y su destino. Obviamente que Hegel intenta desacreditar al judaísmo con las palabras referidas. Sin embargo, leídos en sintonía con postulados de la teología negativa, el análisis hegeliano -y de otros antisemitas- cuadra perfectamente con intuiciones de extrema riqueza apofática. Falta en Hegel y en los demás antisemitas la lucidez para percibir el gigantesco acierto judío.

  • Si ninguna forma era ofrecida a la sensibilidad, era necesario al menos entregar a la meditación, a la adoración de un objeto invisible, una dirección y una delimitación unívoca. Tal era el rol del Santo de los Santos, del tabernáculo -y posteriormente del templo-. Pompeyo se sorprendió al aproximarse al corazón del Templo, al centro de adoración con la esperanza de apoderarse de la raíz del espíritu nacional, conocer profundamente el alma que animaba a este pueblo excepcional y también percibir un ser ofrecido a la veneración, una realidad sensible entregada a su deferencia: entrando al reducto secreto, vio su expectativa frustrada, descubrió a este ser como un espacio vacío.

Hegel toma el relato de Pompeyo del testimonio de Tácito: «Pompeyo fue el primero que sometió a los judíos y que, en virtud del derecho que le confería su victoria, entró en el templo; así todo el mundo supo que en su interior no había ninguna imagen de dios, sino solamente un lugar vacío de misterios vanos».

No hay vanidad, aunque sí nada hay que pueda representar a Dios. Los judíos sabían de la nada de la vanidad. Basta con conocer o recordar la importancia que tenían tantos versos del Qohélet: «¡Vanidad, pura vanidad!, dice Cohélet. ¡Vanidad, pura vanidad! ¡Nada más que vanidad!... Vi que todo es vanidad y correr tras el viento». También intuían la Nada divina, imposible de representar o expresar, inasible e inefable. Sumamente pobre la compresión de los antisemitas. No hay imagen que pueda representar el todo de lo divino, por eso eligen la nada.

[Sin embargo, no está todo dicho. Falta la palabra última de la encarnación de Dios, de su humanización. A la certeza de que no hay imagen que pueda representar a Dios, se contrapone la imagen que Dios se ha hecho de sí mismo: el hombre. Entonces, si de reconocer a Dios se trata, si de admirarlo y adorarlo, sólo nos es posible reconociendo su presencia en cada ser humano como su única imagen].

Hegel, según lo explica y lo transcribe Michaud, vuelve sobre la misma miopía cuando se ocupa de la tradición judía del sábado.

  • A este vacío del espíritu nacional -certificado por la ausencia de contenido sensible del templo de los judíos-, respondía el vacío espiritual del shabbat: “Mantener por otra parte a los hombres libres y vivos un día entero en el vacío puro, en una unidad inactiva del espíritu, hacer del tiempo consagrado a Dios un tiempo vacío y hacer regresar a este vacío tan a menudo -estimaba Hegel-, sólo puede ser la idea de un legislador de un pueblo para quien la unidad triste y no sentida es lo más elevado”.

En algún sentido, diferente pero igualmente propio, en la búsqueda hacia atrás del origen, llegamos a la misma nada. «Al principio», la nada, reformulando los comienzos bíblicos. Paul Ricoeur lo plantea en el análisis de Génesis 2-3 al tratar sobre los acontecimientos y los relatos del comienzo. Son los acontecimientos y relatos fundadores. La conclusión, que confirma la realidad inobjetable del origen y de la fundación, es que se trata de algo «inmemorial», «inalcanzable», «insondable». Nos acerca así a la idea de la creación, sea en la versión bíblica -cuando «aún no había ningún arbusto del campo sobre la tierra ni había brotado ninguna hierba… tampoco había ningún hombre para cultivar el suelo»-, sea en la versión más helenista -según la cual «Dios lo hizo todo de la nada, y… también el género humano fue hecho de la misma manera»-.

La nada originaria es la ausencia completa de creaturas, pero la completa presencia de la divinidad. Ambas cosas están bien dichas con la palabra «nada». «Nada de verdad», dirá uno de los poemas de la original versión ilustrada de la historia sagrada Una biblia.

«Érase una vez

un mundo en el que no había nada.

            Nada.

Nada de cuanto es conocido,

ni siquiera un viento que soplara,

ni un sol que calentara,

ni el agua para beber,

ni el frío para hacerte estremecer.

            Nada.

Nada de verdad».

En el vecindario de este sentido de la «nada» también vive «la muerte de Dios». Pero, es la muerte en sentido místico, no nietzscheano, no nihilista. Y es, como origen de todo otro significado de esa expresión, la experiencia divina de la pasión y de la crucifixión de Jesucristo. Para clarificar la diferencia, esencial sin dura, hay una buena exposición de Henri de Lubac:

  • Esta expresión “muerte de Dios” pertenece a la teología más tradicional, con la que se designa la muerte del Calvario. Seguramente Nietzsche había oído cantar o había cantado él mismo el coral de Lutero: “Dios mismo ha muerto”, y no ignoraba el uso que de ella había hecho Hegel. “Esta dura palabra es, a la vez, la más dulce”, había dicho éste. Nietzsche se apoderó de ella para transformarla en una categoría esencial de su propio pensamiento. La aplica a la vez a Cristo, que muere y resucita, y a la razón humana, que debe pasar por el momento de la negación para reunir el espíritu universal. Y así, la muerte del Dios abstracto se hace precisa para la muerte del Dios concreto. Refiriéndose a esto, Hegel cita a Pascal, que había dicho, “en forma puramente empírica”, pero en un sentido menos alejado del de Nietzsche, aunque con otra intención: “La naturaleza es de tal contextura, que señala por todas partes un Dios perdido en el hombre y fuera del hombre”. La misma expresión se encontrará en los escritos místicos, tales como en un Jacob Böhme o un Angelus Silesio: El amor, cantaba este último, “arrastra a Dios a la muerte”, “Dios muere para vivir en ti”. Pero evidentemente no lo entiende así Nietzsche. Antes que él, Wagner, en su trilogía de los Nibelungos, narraba la muerte de una raza de dioses.

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