La libertad de la Verdad
Conocerán la verdad y la verdad los hará libres
En íntima conexión con lo anterior, es la verdad conocida, creída, vivida -en este caso creer y vivir es lo mismo- y anunciada, la que obra la liberación. Las palabras de Jesús son inagotables, mucho más allá del cristianismo -cualquiera sea su color-:
Jesús dijo a aquellos judíos que habían creído en él: “Si ustedes permanecen fieles a mi palabra, serán verdaderamente mis discípulos: conocerán la verdad y la verdad los hará libres”.
Ellos le respondieron: “Somos descendientes de Abraham y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo puedes decir entonces: Ustedes serán libres?”. Jesús les respondió:
“Les aseguro que todo el que peca es esclavo del pecado. El esclavo no permanece para siempre en la casa; el hijo, en cambio, permanece para siempre. Por eso, si el Hijo los libera, ustedes serán realmente libres”.
Es importante
recordar que, en el mismo relato de Juan, Jesús ha dicho de sí mismo: «Yo soy
el Camino, la Verdad y la Vida». Bien podría haber añadido que él es la
Libertad. Es por transición. Si Jesús es la Verdad y la Verdad es Libertad,
entonces Jesús es la Libertad.
Cristo con sus discípulos, pintado por Georges Henri Rouault |
En la continuidad de la discusión de Jesús con los judíos también se menciona la mentira y su origen:
Ustedes tienen por padre al demonio y quieren cumplir los deseos de su padre. Desde el comienzo él fue homicida y no tiene nada que ver con la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando miente, habla conforme a lo que es, porque es mentiroso y padre de la mentira. Pero a mí no me creen, porque les digo la verdad.
Si Jesús es
Verdad, Vida y Libertad, el demonio es justamente lo contrario: mentira, muerte
y esclavitud. En un esquema habitual en el relato de Juan, se presentan las dos
opciones y a cada uno corresponde decidir sabiendo las alternativas.
Lo de Juan
encuentra respaldo en la narración de otro evangelista. Comentando las
instrucciones que Jesús da a los predicadores, según el evangelio escrito por
Mateo, Juan Crisóstomo llama la atención sobre «la libertad con que habían de
predicar su doctrina» o, en términos análogos, sobre «la libertad con que han
de decir la verdad».
Recordemos las
palabras de Jesús en el relato de Mateo:
- El discípulo no es más que el maestro ni el servidor más que su dueño. Al discípulo le basta ser como su maestro y al servidor como su dueño. Si al dueño de casa lo llamaron Belzebul, ¡cuánto más a los de su casa! No les teman. No hay nada oculto que no deba ser revelado, y nada secreto que no deba ser conocido. Lo que yo les digo en la oscuridad, repítanlo en pleno día; y lo que escuchen al oído, proclámenlo desde lo alto de las casas.
En ningún
momento, Jesús dice libertad o verdad, o cualquiera de sus derivados literales.
Pero, no hay dudas de que acerca de la verdad y de la libertad habla a sus
discípulos. Revelación, luz, día, anuncio, proclamación, son todas palabras del
diccionario de la verdad y la libertad -de ahí la teo-lógica del no tener
miedo-. Y, de nuevo, lo contrario, lo que de verdad es de Belzebul: lo oculto,
lo secreto, lo amenazante, o sea, el léxico de la mentira y la esclavitud.
Juan Crisóstomo
interpreta que, el envío que Jesús hace es a predicar a todo el mundo,
«hablando a cara descubierta y con toda libertad».
Esto tendrá como consecuencia que «la predicación los librará de la verdadera
muerte».
No sólo al que recibe el mensaje sino, además, al que lo transmite.
Lo de Jesús
parece tener un antecedente en la epistrophe de Platón. Y seguramente
hay muchos precedentes en el pensamiento universal. Es de puro humanismo este
estrecho vínculo entre verdad y libertad. Según Michel Foucault, la «epistrophe
platónica está regida... por el privilegio del conocer». Hay una acentuación
puesta en vincular «conocer» con «conocerse». Lo que a nosotros nos interesa es
que, en palabras de Foucault, y en relación al pensamiento de Platón, «conocer
la verdad es liberarse».
Y cualquiera que haya tenido que elegir jugarse por una verdad importante y
complicada, sabe de esta sensación de libertad.
Así que, el mejor
lugar para el tratado sobre la verdad es el tratado sobre la libertad. Es su
mejor contexto. Fuera de su vínculo con la libertad, se transforma en una mera
teoría, en un amoblado inocuo de la lógica y, muy probablemente, conduce al
dogmatismo.
La pura verdad o
la verdad desnuda suelen ser la manera de excusar nuestra brutalidad y lo poco
que nos importa aquel a quien decimos la verdad. Con la prudencia, con la
práctica de la verdad en el tiempo oportuno, la verdad es transformadora y
libera al que la dice y a quien la escucha -en ambos casos, tanto para decir
como para escuchar, no hay que omitir la dimensión de práctica eficaz-.
Lev Tolstói reflexiona algo similar. Quizá invirtiendo la
relación y proponiendo un complemento a lo del genio de Nazaret. Para Jesús, la
verdad nos da libertad; para Tolstói sólo somos «totalmente» libres para la «Verdad».
Y cuando se refiere a la «Verdad», se trata de la verdad de la doctrina
cristiana. Y no hay doctrina mejor. Por supuesto que es necesario recordar la muy
personal versión de lo cristiano de Lev Tolstói.
Hay una cosa, una única cosa en la vida en la que eres totalmente libre y todopoderoso –nada de lo demás está en tu poder-: conocer la Verdad y profesarla
Exagera un poco
Tolstói con los adverbios. Algo frecuente en quienes han experimentado
similares procesos de conversión. Pero sigue siendo muy valioso su aporte y muy
justificado leerlo y hacerlo vida como él. De eso va el «profesar» la verdad. Lo
que más adelante sumará Michel Foucault. Una verdad conocida que nos cambia la
vida -nos convierte- y se transforma -o nos transforma- en actitud, conducta,
acción… ética.
Tolstói ha
insistido en la consideración del cristianismo como la más alta y potente
«doctrina de la vida». Dicha doctrina contiene una imparable fuerza de
liberación. Frente a lo aparentemente irremediable de la opresión, Tolstói
afirma que...
... al hombre, y por extensión a toda la humanidad, le ha sido dada la posibilidad de asimilar otro modo superior de concepción de la vida, que le liberará de inmediato de todos aquellos lazos que parecen tenerlo fatalmente atado: se trata de la concepción cristiana de la vida, revelada a los hombres hace mil ochocientos años. En cuanto el hombre asimile esta concepción de la vida, todas las cadenas que parecían sujetarlo fatalmente se harán pedazos por sí solas, y se sentirá completamente libre.
Esta liberación
pasa ineludiblemente por el reconocimiento de la verdad. El ejercicio de la
libertad consiste en el reconocimiento o no de verdades que hacen posible la
transformación de la vida y el progreso social.
La libertad de una persona no reside en que pueda actuar libremente, con independencia del transcurso de la vida y las causas que ya existen y que le influyen, sino en que, al reconocer la verdad que le ha sido revelada y profesarla, pueda o bien convertirse en partícipe libre y dichoso de la obra eterna e infinita de Dios, o bien no reconocer esta verdad y convertirse en un esclavo, arrastrado a la fuerza y de un modo terrible hacia un lugar al cual no quiere ir.
Libres... «esclavos» de la verdad
Nos hace libres
la verdad, la justicia, el bien… nos hace libres Dios. De allí la importancia
de la paradójica experiencia de María, la madre de Jesús: «Yo soy la servidora
del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho».
Nadie más libre que María porque nadie más sujeta al plan y a la voluntad
divina.
Lo que para María
de Nazaret vale para Dios, vale también para la verdad y la filosofía. Es al
servicio de la verdad que nos liberamos. El filósofo, en su actitud de estar al
servicio de la sabiduría, se hace libre y emancipador. Foucault cita a Epicuro:
He aquí una sentencia que encontré hoy en Epicuro: “Sé esclavo de la filosofía y poseerás la verdadera libertad”. En efecto, la filosofía no posterga a quien somete, quien se entrega a ella: la liberación se produce al instante. Quien dice servidumbre filosófica dice precisamente libertad.
Acceso a la verdad liberadora: espiritualidad según Michel Foucault
Es muy valiosa la manera como Michel Foucault relaciona la filosofía y la espiritualidad con la verdad:
La condición de espiritualidad para el acceso a la verdad.
Conviene que
aclaremos que asumimos como sinónimos «acceder» y «conocer» en relación a la
verdad. Para Foucault, es filosofía el
interrogarnos «sobre lo que hace que haya y pueda haber verdad y falsedad y se
pueda o no se pueda distinguir una de otra». También es filosofía el
interrogarnos sobre nuestro acceso a la verdad. O, para ser más precisos, «la
forma de pensamiento que intenta determinar las condiciones y los límites del
acceso del sujeto a la verdad». Por su parte, la espiritualidad es «la búsqueda, la práctica,
la experiencia por las cuales el sujeto efectúa en sí mismo las transformaciones
necesarias para tener acceso a la verdad».
Foucault reconoce en toda la Antigüedad este compromiso de la filosofía y la
espiritualidad con la verdad. Formulado entre signos de interrogación, la
filosofía pregunta:
¿cómo tener acceso a la verdad?
... y la
espiritualidad:
¿cuáles son las transformaciones necesarias en el ser mismo del sujeto para tener acceso a la verdad?
Las
«transformaciones necesarias» ocurrirán como consecuencia de prácticas, de
acciones, de compromisos, que integran la espiritualidad. En el recorrido
filosófico de Foucault se vuelve una y otra vez a las cuestiones -la cuestión
en sus diversas formulaciones- «de la verdad del sujeto», del «discurso
verdadero sobre el sujeto», «de la constitución de la verdad del sujeto».
Foucault asocia a la verdad, como la concibieron los antiguos, verbos de alta
significación: iluminar, estremecer, atravesar, transfigurar… salvar.
Y, para nosotros, liberar.
Para no caer en
la trampa de los estériles intelectualismos, es necesario repetir...
... que la verdad no pueda alcanzarse sin cierta práctica o cierto conjunto de prácticas exhaustivamente especificadas que transforman el modo de ser del sujeto, que lo modifican tal como está dado, que lo califican al transfigurarlo
Foucault reconoce
que éste «es un tema prefilosófico que había dado lugar a muchos procedimientos
más o menos ritualizados».
Todavía necesitamos reforzar que, hablar de espiritualidad, es referir un
conjunto de prácticas, que son acciones, «procedimientos», gestos, conductas.
La herencia occidental intelectualizadora es un lastre que aun pesa mucho.
Aquí, en relación
con el sujeto y la verdad, vuelve a aparecer la importancia que Foucault da a
la conversión y a la espiritualidad. El
vínculo indica que la verdad pertenece al ámbito de la existencia y no sólo de
la inteligencia o la lógica. Así que es necesaria una existencia cada vez más y
mejor autenticada por la conversión, que es el inicio de la espiritualidad.
En toda la filosofía antigua -explica Foucault- encontramos la idea de una conversión que es la única capaz de dar acceso a la verdad. Uno no puede tener acceso a ella si no cambia su modo de ser.
Es vital
preguntarse, ¿que necesito cambiar para acceder a la verdad y a su eficacia
liberadora? ¿Qué transformación esencial y existencial debo procurarme para
conocer la verdad y disfrutar la libertad?
En el contexto
significativo de la espiritualidad y la conversión, también cobra importancia
la ascesis como el ejercicio, la
práctica, sobre sí mismo. Para Foucault no tiene una fuerza moral o jurídica.
En realidad -aclara Foucault-, la askesis es una práctica de la verdad. No es una manera de someter al sujeto a la ley: es una manera de ligarlo a la verdad»
Según la
filosofía griega y romana, la ascesis «tenía por papel y función establecer un
lazo entre el sujeto y la verdad, lazo lo más sólido posible y que debía
permitir al sujeto, cuando había alcanzado su forma acabada, disponer de
discursos de verdad que tenía que poseer y mantener a mano, y que podía decirse
a sí mismo a título de auxilio en caso de necesidad».
Hay «discursos» sobre la verdad, hay teorías y explicaciones, hay verdades para
decir y «decirse» a uno mismo. La verdad se piensa, se reflexiona, se dice.
Pero, tiene una finalidad existencial y vital, representada, en la explicación
de Foucault, en las necesidades que plantea la vida. Tenemos verdades «a mano»
para llevar adelante la vida.
La subjetivación,
la constitución de uno mismo como sujeto, se realiza por la verdad. Un proceso
de subjetivación es, además, un proceso de liberación. Es lo que se consigue
con la ascesis, la «subjetivación del discurso de verdad». Subjetivación
expresa al sujeto que se apropia. Se apropia, en definitiva, de sí mismo.
Apropiarse es hacer propia la verdad del discurso y del enunciado, en la
práctica y en la experiencia. Así se constituye el sujeto -y así se lo libera,
porque construir y liberar son sinónimos en este caso-.
En la ascesis pagana, en la ascesis filosófica, en la ascesis de la práctica de sí de la época que nos ocupa, se trata de reunirse consigo mismo como fin y objeto de una técnica de vida, un arte de vivir. Se trata de reunirse consigo mismo con un momento esencial que no es el de la objetivación de sí en un discurso de verdad sino el de la subjetivación de un discurso de verdad en una práctica y un ejercicio de sí sobre sí mismo… Procedimiento de subjetivación del discurso de verdad… Se trata de hacer propias las cosas que sabemos, hacer propios los discursos que escuchamos, hacer propios los discursos que reconocemos como verdaderos o que la tradición filosófica transmite como tales. Hacer propia la verdad; convertirse en sujeto de enunciación del discurso de verdad; ése es, a mi juicio, el corazón mismo de esta ascesis filosófica.
La «subjetivación
del discurso de verdad es el objetivo final y constante de la ascesis
filosófica».
O sea, la apropiación, la integración, la asimilación. Luego, Foucault, al
explicar la meditación como el objetivo de la lectura, habla sobre apropiarse
del pensamiento, convencerse, recordarlo, tenerlo a mano y convertirlo en
principio de acción.
Apropiación -resume Foucault- que consiste en hacer que, a partir de esa cosa verdadera, uno se convierta en el sujeto que piensa la verdad y, a partir de ese sujeto que piensa la verdad, llegue a ser un sujeto que actúa como corresponde.
El análisis de
Foucault da el paso que llega hasta la misma ética. Y es que, a la ascética
pertenece «la puesta en acción de discursos verdaderos, su activación,
no simplemente en la memoria o el pensamiento que los recaptura al volver de
manera regular a ellos, sino en la actividad misma del sujeto, es decir:
cómo convertirse en el sujeto activo de discursos de verdad. Esa otra
fase, ese otro estadio de la ascesis debe transformar el discurso verdadero, la
verdad, en ethos».
O sea, en ética, en conductas, en comportamientos, en carácter, en morada.
Forma de vida, incluso. Por la práctica ascética hacemos el paso que va de la
verdad del discurso, de la palabra, a la verdad de la conducta, a la verdad y
el bien de la moral.
Al tratar sobre
el examen de conciencia de la noche en los estoicos, en especial en Séneca,
Foucault elabora las preguntas a las que apunta la examinación de la jornada
vivida:
- ¿Dónde me encuentro como sujeto ético de verdad?
- ¿En qué medida, hasta dónde, hasta qué punto soy efectivamente alguien capaz de ser idéntico como sujeto de acción y como sujeto de verdad?
- Y además: ¿hasta qué punto las verdades que conozco y que compruebo conocer porque las recuerdo como reglas, a través de mi examen de conciencia, son en efecto las formas de acción, las reglas de acción, los principios de acción de mi conducta a lo largo de todo el día y toda la vida?
- ¿En qué punto me encuentro de esa elaboración, de la que les decía que era, creo, lo esencial de las operaciones ascéticas en esta forma de pensamiento?
- ¿Dónde estoy en la elaboración de mí mismo como sujeto ético de la verdad?
- ¿Dónde estoy en esa operación que me permite superponer, hacer coincidir exactamente en mí el sujeto de conocimiento de la verdad y el sujeto de la acción recta?
Frédéric Gros
comenta sobre esta parte del curso de Foucault: «El sujeto de la inquietud de
sí es en lo fundamental un sujeto de acción recta más que un sujeto de
conocimientos verdaderos. El logos debe actualizar la rectitud de la
acción, más que la perfección del conocimiento».
«Foucault se consagra -explica el mismo Gros- a la descripción de una verdad
que, en el curso, calificará de etopoyética: una verdad tal que se lea en la
trama de los actos realizados y de las posturas corporales, en vez de
descifrarse en el secreto de las conciencias o elaborarse en el gabinete de los
filósofos profesionales». Gros cita textos inéditos de Foucault para concluir:
«Todas estas declaraciones se encauzan en el mismo sentido, y Foucault no
dejará de proseguir más adelante esa búsqueda de una palabra verdadera que
encuentra su traducción inmediata en la acción recta y una relación
estructurada consigo mismo».
La verdad que
decimos y que hacemos efectiva en la conducta y en la acción, conduce a
Foucault a otra elaboración. No hay que descuidar que seguimos instalados en el
territorio de la espiritualidad. Ahora se trata de una «ética de la relación
verbal con el otro», o sea, de «la noción fundamental de parrhesia» o sea, de la «franqueza». La parrhesia «es una regla del juego, un
principio de comportamiento verbal que es preciso tener con el otro».
La parrhesia es la apertura del corazón, la necesidad de que ambos interlocutores no se oculten nada de lo que piensan y hablen francamente.
En pocas
palabras, se trata de decir la verdad.
- Etimológicamente, parrhesia es el hecho de decir todo (franqueza, apertura de corazón, apertura de palabra, apertura de lenguaje, libertad de palabra). Los latinos la traducen en general como libertas. Es la apertura que hace que uno diga lo que tiene que decir, lo que tiene ganas de decir, lo que considera un deber decir porque es necesario, porque es útil, porque es verdad.
La parrhesia,
a diferencia de la adulación, es una palabra franca, verdadera, que da libertad
al oyente, que «garantiza la autonomía del otro». Se
distancia y diferencia tanto de la adulación cuanto de la retórica. El adulador
busca convencer y desarrolla su técnica indiferente a la verdad. Es, incluso,
«un arte capaz de mentir».
- En la parrhesia, no puede haber más que verdad… es, en cierto modo, la transmisión desnuda de la verdad misma, y asegura de la manera más directa la paradosis, el tránsito del discurso veraz de quien ya lo posee a quien debe recibirlo, quien debe impregnarse de él y poder utilizarlo y subjetivarlo. La parrhesia es el instrumento de esta transmisión, que no hace otra cosa que poner en juego en toda su fuerza despojada, sin ornamento, la verdad del discurso veraz.
La franqueza es
una práctica comprometida con la verdad y con su transmisión generosa y
emancipadora.
Foucault se
enfoca en un ámbito específico. Lo podríamos asumir como el ámbito de la
educación, de las enseñanzas y los aprendizajes. El decir franco de la parrhesia
es la obligación del maestro ante el silencio del discípulo. Es,
consecuentemente, condición para que el discípulo haga su proceso de
apropiación de la verdad.
- El término parrhesia se refiere a la vez, según creo, a la calidad moral, a la actitud moral, al ethos, si lo prefieren, y por otra parte al procedimiento técnico, a la tekhne, que son necesarios, indispensables para transmitir el discurso de verdad a quien lo necesita para su autoconstitución como sujeto de soberanía sobre sí mismo y sujeto de veridicción de sí para sí. En consecuencia, a fin de que el discípulo pueda efectivamente recibir como, cuando y en las condiciones que corresponde el discurso de verdad, es preciso que ese discurso sea pronunciado por el maestro en la forma general de la parrhesia».
Parrhesia y verdad reclaman la prudencia del
momento oportuno. Desborda de virtudes la parrhesia. Sin ellas, la
verdad formal y material pierde su esencia y degenera en palabra o discurso que
engendra y transmite crueldad y deshumaniza. Foucault lo expone al confrontar
la parrhesia con el arte o la técnica de la retórica. «La práctica» que
caracteriza el «discurso de verdad» son...
... las reglas de prudencia, las reglas de habilidad, las condiciones que hacen que deba decirse la verdad en tal momento, con tal forma, en tales circunstancias, a tal individuo, en la medida y sólo en la medida en que éste es capaz de recibirla, y de recibirla de la mejor manera posible en el momento en que se encuentra. Es decir que lo que define esencialmente las reglas de la parrhesia es el kairos, la ocasión, que es exactamente la situación recíproca de los individuos y el momento que se escoge para decir esa verdad.
La medida humana de la Verdad absoluta
Es cierto y seguro
nuestro acceso a la Verdad. Esta Verdad -así, con mayúscula- es absoluta y
existe. El problema es su disponibilidad para la pobreza humana de recursos. Necesitamos reconocer, de esa Verdad, qué nos es posible.
Porque no podemos con toda la Verdad o con todo lo de la Verdad. De lo
contrario, dioses seríamos. Esto es justo lo que no entienden los dogmáticos empeñados
en sus rigorismos, nacidos de sus devaneos acerca de la posesión de la verdad.
Adrienne von Speyr comenta la historia de Elías con la viuda
de Sarepta, que se relata en el capítulo 17 del Primer Libro de los Reyes. El profeta,
según explica Speyr, entiende bien esto de la Verdad y nuestra posibilidad de
esa Verdad:
él sabe que el Señor sólo habla desde la verdad. Con su pedido a la mujer, debe por tanto ubicarse dentro de la verdad siempre mayor del Señor, para así poder comunicarle a ella la pequeña verdad que los hombres pueden llegar a comprender. En Dios la verdad es completa, infinita, eterna; en el hombre es fragmentaria, como si estuviera quebrada.
No es preciso negar lo absoluto de la verdad para admitir su
relatividad. Para ninguno de nosotros vale la verdad como absoluto. No podemos
con tamaña verdad, aunque exista. Hay miedos a ambos lados del péndulo. Los dogmáticos
viven aterrados por nuestra impotencia para la Verdad total; los relativistas
no superan el miedo de la existencia de una Verdad absoluta. Lo liberador es
que exista la Verdad y que nos sea posible acceder a ella y que le de forma a
nuestras vidas.
La condición humana incluye reparos y reservas ante todo lo
que lo excede, Verdad incluida. Giorgio Agamben advierte el problema de ignorarlos:
La verdad no es un axioma fijado de una vez por todas: crece y disminuye “a simple vista” junto con la vida, hasta el punto de volverse cada vez más engorroso y difícil para quienes se adhieren a ella sin reservas.
Para cualquier pensar, decir y escribir humano, vale la
aclaración de Alejandro Jodorowsky, cuando escribe sobre algunos dibujos de
Leonora Carrington:
Quiero que el lector de estas líneas sepa que lo que aquí ha leído es mi estricta y subjetiva verdad.
«Más de cien mentiras que valen la pena»
Pero esta moneda,
la de la verdad, tiene dos caras. La otra cara es el problema de la verdad en
el día a día de la vida que pretende ser evangélica o simplemente humana. Uno
de las problemáticas de la verdad es la legitimidad posible de la mentira. Incluso
su circunstancial necesidad. Lo sabemos todos los que vivimos. Lo ignoran los
que sólo teorizan sobre la verdad y la mentira. Joaquín Sabina es el que canta
lo de las «más de cien mentiras que valen la pena». Pero,
quizá, si valen la pena no es la palabra mentira la apropiada para definirlas. Y
es que podría la literalidad ser mortal y estar desprovista del espíritu. Bien
lo recuerda uno de los proverbios que debemos a Jesús de Nazaret.
Nadiezhda Mandelstam, esposa del poeta Ósip Mandelstam, y que tanto supo de la
crudeza de la vida, pregunta en sus memorias: «¿Se debe mentir? ¿Se puede
mentir? ¿Está justificada la mentira “en nombre de la salvación”?». Por si acaso,
es de provecho recordar que los Mandelstam tuvieron que soportar la persecución
del régimen estalinista. Y que Ósip fue
desaparecido y asesinado en Siberia. Se necesita estar en la historia y en la piel
de quienes han tenido que mentir para sobrevivir. Y quizá concluiríamos que
necesitamos revisar el concepto de la mentira. A modo de respuesta, Nadiezhda
escribe:
¡Qué bien se vive en condiciones en las que no hay necesidad de mentir! Pero ¿acaso hay un lugar así en la tierra? Desde pequeños nos han inculcado la idea de que la mentira y la hipocresía imperan por doquier. Sin mentir no habría sobrevivido en nuestra terrible época. Y me pasé mintiendo la vida entera: a los estudiantes, en el trabajo, a mis buenos amigos, en quienes no confiaba mucho y que constituían la mayoría. Pero al mismo tiempo, nadie confiaba en mí: era la mentira habitual de aquel entonces, algo así como una cortesía estereotipada.
Las mentiras de la supervivencia, mentiras similares que parecen ineludibles en la vida real, quizá no son tales. Las que tuvo que decir Nadiezhda y tantas víctimas. Las que Layton, en la serie The Snowpiercer, llama «a lie for hope”, la mentira que paradójicamente mantiene la esperanza y la unidad.
La breve pieza teatral La dama de la loción Larkspur de Tennessee Williams, es una muy buena lectura sobre verdades y mentiras. Entera vale la pena, pero con especial atención a la respuesta del escritor a la señora Wire:
- Bueno, sí, ¿y qué? Supongamos que no existe tal obra maestra de 780 páginas. Supongamos que no existe ninguna obra maestra. ¿Y qué importa, señora Wire? Sólo hay unos pocos, poquísimos, garabatos en mi viejo baúl… Supongamos que yo quería ser un gran artista, pero me han faltado la energía y el talento. Supongamos que mis libros nunca alcanzan el último capítulo, que incluso mis versos languidecen antes del punto final. Supongamos que el telón se alza al inicio de mis dramas magníficos, pero las luces del teatro se apagan antes del desenlace. Supongamos que todo este infortunio sea verdad. Y supongamos que yo, dando tumbos de bar en bar, de copa en copa, hasta que acabo derrumbado sobre el colchón infestado de chinches de este burdel, soy capaz de soportar la pesadilla hasta que el miserable protagonista consigue embellecer, iluminar, convertir el espanto en redención. A base de sueños, de ficciones, de caprichos. Tales como la existencia de una obra maestra de 780 páginas, inminentes estrenos en Broadway, editores que sólo esperan mi firma para poner en circulación volúmenes maravillosos de poesía. Supongamos que yo vivo en este mundo de ficción lamentable. Qué satisfacción puede producirle a usted, buena mujer, hacerlo pedazos, pisotearlo, acusándolo de ¡mentira! Escúcheme. No hay más mentiras que las que pone en la boca la mano brutal de la necesidad, el puño frío de la miseria.
La historia que Michel
Houellebecq cuenta en Aniquilación, incluye toda una teoría sobre la
ambivalencia de la mentira como estereotipo moral. Es una historia, no una
teoría, ciertamente. Pero, como ocurre con las versiones narrativas, dan mucho
para pensar y repensar. Paul, el protagonista, está enfermo e irá
descubriendo que no hay más que acciones paliativas para lo que tiene. Entonces,
comienza el dilema verdad-mentira en sus relaciones. Sobre todo, en su relación
con Prudence, su mujer.
Una mentira ideal consiste en la yuxtaposición de diferentes elementos de verdad entre los cuales se efectúan algunas elipsis; de hecho está compuesta esencialmente de omisiones, a veces con algunas exageraciones bien dosificadas.
Es un mecanismo
habitual, casi una defensa inconsciente. Tipo la racionalización o
intelectualización psicoanalítica. Quizá no vale como mentira sino lo que una
historia de David Foenkinos llama «una adaptación de la verdad».
La hermana de Paul, intuye la estrategia:
- Estoy segura de que has mentido a tu mujer.
- No, en realidad no.
- ¿Ah, no? Entonces, ¿te has abstenido de decirle algunas cosas?
- Sí, más bien sería eso.
- Ya veo. Ni siquiera la valentía de una auténtica mentira.
Casi al final, y
por una cuestión que no importa, sino como explicación que se puede
generalizar: «No era del todo una mentira, sino una versión muy simplificada».
Infinidad de
situaciones de vida reclaman revisar los conceptos de verdad y mentira. No los
de las teorías morales, sino los que usamos en el día a día. Los que a veces
amargan nuestras conciencias innecesariamente.
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