Valemos como hombres por algo de Dios que tenemos

Divinos, esto es lo primordial, lo decisivo, también el final del cuento. Pero, también limitados. No pecadores sino limitados. Es importante ser precisos en esta diferencia y darle acceso a la conciencia de cada uno. Los mitos originales no lo omiten. Somo de arcilla del suelo y no todo el conocimiento nos es accesible. Esta dualidad genera una tensión que puede ser un problema. Gran parte -quizá todas- las crisis existenciales que vivimos tienen que ver con la fricción que se genera entre nuestra sed de infinito y eternidad, y nuestras limitaciones -las reales y las autoimpuestas-. El John Lennon de David Foenkinos, en la primera sesión, dice lo de cualquiera de nosotros: 

Ya lo he dicho: una parte de mí mismo está persuadido de que soy un pobre diablo, y la otra piensa que soy Dios

La tradición bíblica enseña que, la condición divina de lo humano, está atravesada por la paradoja de su grandeza y de su pequeñez, de algo infinito y de límites, de lo sagrado y de lo jodido.

Tanto el salmo 8 como el 144 contienen en sus estrofas una pregunta planteada a Dios en los mismos términos:

¿qué es el hombre para que pienses en él, el ser humano para que lo cuides?

La respuesta es la paradoja de los contrarios. Esto ilustra de manera bien elocuente los dos aspectos de la condición humana. El salmo 8, con explícitas alusiones al relato del Génesis, responde:

Lo hiciste poco inferior a los ángeles,

lo coronaste de gloria y esplendor;

le diste dominio sobre la obra de tus manos,

todo lo pusiste bajo sus pies.

En cambio, el salmo 144 expresa la condición humana en estos términos:

El hombre es semejante a un soplo,

y sus días son como una sombra fugaz.

Yo soy Nippur de Lagash, hombre que ha visto mucho, y que por ello mismo no ignora su poco valor y su gran valor. ¿Suena esto como un contrasentido? No lo es. ¡Poco valemos, oh, hombres!, que tanto nos envanecemos de nuestras pequeñeces. Poco valemos por nuestros actos que tampoco significan nada cuando el tiempo arroja sus puñados de arena contra ellos haciéndolos deshacerse en volutas. Valemos, eso sí, por el soplo divino que llevamos dentro. Por alguna fuerza insuflada desde el más allá, desde la región sin llanuras ni fronteras donde los dioses moran. Valemos como hombres por algo de Dios que tenemos.

La configuración paradójica y maravillosa -ambos términos están muy emparentados- es el misterio de lo humano. Virginia Woolf, en la historia El cuarto de Jacob, describe algo muy parecido, pero referido a la vida:

La vida es una procesión de sombras, y sólo Dios sabe por qué las abrazamos con tanto entusiasmo, y por qué las vemos partir con tanta angustia, siendo sombras. Y por qué lo anterior y mucho más que lo anterior es verdad, y por qué, estando junto a un ángulo de la ventana, nos sorprende la brusca conciencia de que el hombre sentado en la silla es, entre todas las cosas del mundo, la más real, la más sólida, la que mejor conocemos, ¿por qué, realmente? Sí, ya que, al instante siguiente, nada sabemos de él.

Es importante la aclaración que nos ocupa dado el vínculo espontáneo, habitual, acrítico, entre nuestra limitación natural y el pecado. Lo que Emmanuel Falque llama la irreductibilidad de mi propia finitud, nada tiene que ver con pecado y culpa. Así nacimos. Hay una finitud inherente a nuestro estado de criatura y, a la vez, una perfectibilidad original. Esta es posible a condición de habitar mi propia finitud, consentir caminar con ella, o mejor, en atravesarla… en un eventual crecimiento. O sea que, nos hacemos mejores, no a pesar de nuestras limitaciones, sino gracias a ellas. Para optimizarnos humana y divinamente requerimos de nuestra finitud como base a partir de la cual nos vamos construyendo. Atenta contra esto una idea errada de nuestro estado previo al pecado. Adán y Eva no eran perfectos, eran limitados y finitos. Somo imagen -no Dios-, barro, creaturas… todo antes de pecar y sin nexo con el pecado.

De esta paradoja estamos hechos. Nos acompaña de principio a fin. Hacer de lo sagrado y de lo jodido un camino de crecimiento ilimitado, de eso va la vida. Construirnos con misericordia e, incluso, con nuestras miserias, es hacer lo humano al modo de Dios. A eso se refiere la sabiduría, la felicidad y el Reino.

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