La inmensidad divina de lo humano
Por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre
Para lo que aquí nos interesa, a la enseñanza que Antonio
Machado atribuye a Juan de Mairena, hay que añadir: nada hay más valioso
que un hombre. Y ningún exceso o exageración hay en lo dicho si volvemos la
mirada a lo “sagrado” de quienes fuimos imaginados y hechos según el modelo
divino. Pero, ¿cuánto valemos?
Para empezar, nada más, uno de los pensamientos de Simone
Weil, con esa original mixtura de filosofía, cristianismo y mística:
Lo natural es simplemente lo que se ha puesto a nuestra
disposición; pero todas las partes de la vida humana contienen la misma
densidad de misterio, de absurdo, de inconcebible que, por ejemplo, la
eucaristía, y es igualmente imposible establecer con ellas un contacto real que
no sea mediante la facultad del amor sobrenatural.
El análisis pormenorizado de lo escrito por Weil no
acabaría más. Por ahora, sólo señalar que, dadas las características de lo
humano, el único “contacto real” a la altura de las circunstancias, es el “amor
sobrenatural”. Con esto, Simone Weil dice tanto, que muy poco más se podría
decir. Lo que sí podemos es pormenorizar aspectos de la inmensidad de lo
humano.
Ya hemos mencionado que, la constitución Gaudium et
spes del Concilio Vaticano II, se propuso intentar responder al
interrogante “¿Qué es el hombre?”. El inicio de la respuesta de la tradición
cristiana pone el acento en la grandeza y la dignidad
humana. En su número 12, la
constitución conciliar nos recuerda la versión bíblica de la grandeza humana
tomada del salmo 8:
Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de
gloria y esplendor; le diste dominio sobre la obra de tus manos, todo lo
pusiste bajo sus pies.
A medida que la vamos discerniendo, la grandeza se
transforma en inmensidad. Hay una experiencia de retroalimentación entre Dios y
el hombre, a medida que vamos viendo con creciente claridad la inmensidad de
ambos. Pareja inmensidad por deseo divino.
Afirmados
los dos aspectos de la condición humana -lo “jodido” y lo “sagrado”-, la
antropología cristiana resalta la grandeza como el rasgo predominante. Esto da
a la visión cristiana del hombre una tonalidad esperanzada y optimista, por
encima de todo elemento negativo, por real que éste sea. No es sólo una
tonalidad, para ser justos y precisos con el testimonio de la tradición, es una
hegemonía de lo positivo y optimista. No puede ser de otra manera si de verdad
somos imagen divina y creemos en lo que somos. El
pesimismo antropológico no sólo es un error doctrinal en el cristianismo, es,
además, un pecado grave. Ser pesimista siendo cristiano es de confesión.
Henri de Lubac se hace eco de la tradición cristiana. Somos “polvo y barro” e, incluso, pecadores. Pero, no es eso lo más significativo del cristianismo. Nada hay que impida o anule “la sublimidad de su vocación”. Ni siquiera el pecado. Esa vocación, esa condición divina de lo humano es “principio de una grandeza inalienable”.
Hans U. von Balthasar lee e interpreta el relato del
Génesis en el que hemos aprendido nuestra condición de “imagen y
semejanza divina. “El lacónico texto -explica- que, conscientemente, permanece
misterioso, deja abierta la cuestión, sin explicar en qué consiste esta
semejanza entre Dios y su imagen”. El autor sagrado tan sólo ofrece “una
alusión del hecho”. Pero, aunque sea
sólo una alusión y expresada lacónicamente, queda claro que el Creador “eleva
al hombre por encima de todos los seres del mundo”. El dominio concedido al
hombre en el primer relato y la creación del hombre en primer término, de
acuerdo al segundo relato, tienen la misma intención. En el volumen 6 de la
primera parte de su magnífica trilogía, Gloria, una estética teológica,
Balthasar escribe:
En ambos casos, se trata, ante todo, de la función
del hombre de dominar sobre el mundo. Si, según la mentalidad antigua, se
considera que la imagen significa, a la vez, también la presencia de lo que en
ella está representado… entonces el texto dice claramente que el hombre está
puesto en el mundo como representante de Dios y de su poder soberano. Por esto
implica también una relación especial del hombre con Dios: una proximidad y un
parentesco directo con Dios (¡el aliento insuflado!) que lo distingue de todos
los demás seres.
Dominio e intimidad, empoderamiento y familiaridad.
Dos signos eminentes de nuestro tamaño y peso en el conjunto de todo lo
existente. Llegará el momento -en la historia bíblica, en la historia humana y
en la personal- de la intimidad insólita de “los amigos de Dios”. Pero falta
para eso. Por ahora, todo es bueno y hermoso, todo es sagrado, pero, lo bueno,
hermoso y sagrado de nosotros, es inmenso, infinito, incalculable y definitivo.
La tradición cristiana ha entendido con claridad
meridiana la grandeza de lo obrado por Dios en el hombre. Hemos sido
deslumbrados por la inmensidad de lo que somos. Ha surgido así la convicción:
somos la obra maestra del gran Artífice del universo. Los que saben de esto,
otra vez, son los místicos. Los que más saben, porque tienen las competencias
pertinentes de la experiencia mística y de la comunicabilidad poética. Tienen
la lucidez para verlo, la valentía para experimentarlo y la osadía para
expresarlo. Para no enturbiar su cristalina enseñanza, los leemos con un mínimo
de intervenciones…
Como
un comentario del salmo 8, Hildegarda
de Bingen, en su obra Scivias: conoce los caminos,
escucha las siguientes palabras divinas puestas en boca de David:
Oh
Señor, Tú que maravillosamente hiciste todo cuanto existe, coronaste al hombre
con el halo dorado y púrpura del entendimiento, con la majestuosa túnica de la
belleza visible le ataviaste, y así le proclamaste príncipe, ensalzado sobre la
altura de Tus perfectas obras, que con mano justa y buena dispusiste en Tu
Creación. Sí, por encima de todas las criaturas Tú concediste al hombre grandes
y admirables honores.
Juliana
de Norwich, en
el Libro de visiones y revelaciones, concluye lo que sigue luego de ver
las razones del sufrimiento de Cristo en favor nuestro:
Nosotros somos su dicha, nosotros somos su recompensa, nosotros somos su honor, nosotros somos su corona.
Y más adelante escribe: “me fue revelado que
nosotros somos su corona, corona que es la alegría del Padre, el honor del
Hijo, las delicias del Espíritu Santo, y felicidad eterna y maravillosa para
todos los que están en el cielo”.
También a Juliana pertenece lo que sigue: “él creó el alma del hombre para
hacer de ella su ciudad y su morada, y de todas sus obras ésa es la que más le
place”.
Y también: “La santísima Trinidad se regocija sin fin en la creación del alma
humana, pues vio, desde antes del principio, que en ella se deleitaría
eternamente”.
En el Diálogo, Dios explica a Catalina
de Siena que, por amor,
hemos sido hechos “a imagen y semejanza”. Y “de aquí proviene que tengan una
excelencia y dignidad mayor que la de los ángeles, porque yo tomé la naturaleza
de ustedes y no la de ellos”.
En los Tratados y sermones del maestro
Eckhart encontramos
algunas de sus maravillosas y controvertidas enseñanzas. De lo mejor del
cristianismo:
¡Mirad! Así nos acaricia Dios, así nos implora, y
Dios siente ansias hasta que el alma se aparte y se libere de la criatura, y es
una verdad cierta y una verdad necesaria el que Dios tenga tanta necesidad de
buscarnos como si toda su divinidad dependiera de ello, y en efecto es así. Y
Dios no puede prescindir de nosotros tan poco como nosotros de Él; pues,
incluso si pudiéramos apartarnos de Dios, Dios nunca podría apartarse de
nosotros.
El mismo Eckhart se expresa en términos similares al
describir la amistad con Dios: “Nuestra amistad le hace tanta falta a Dios que
no puede esperar hasta que se lo imploremos: viene a nuestro encuentro y nos
pide que seamos sus amigos, pues nos solicita que anhelemos ser perdonados por
Él”.
Juan
de la Cruz, en sus Dichos de
luz y amor...
Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto, sólo Dios es digno de él.
En los Puntos de
amor dice algo similar: “Todo el mundo no es digno de un pensamiento del
hombre, porque a sólo Dios se debe; y así, cualquier pensamiento que no se
tenga en Dios, se le hurtamos”.
La inmensidad del ser humano requiere activar el
potencial místico para percibirla, vivirla y dar testimonio. También vale
activar el potencial poético y el de la sabiduría. Antes de esta activación,
vale recordar que no hay palabras suficientes, ni suficientes idiomas, ni
recursos que basten para expresar la inmensidad de lo humano. Su riqueza, la
nobleza y dignidad, la hermosura, la valía… del hombre no ha logrado nunca una
justa descripción. No sería posible. Nada basta para hablar de los “milagros
que alberga el corazón de todo ser humano”.
Obviamente que el corazón es todo, en este caso. En esos “milagros” del
“corazón” parece creer Irene Némirovsky a pesar de la crudeza autobiográfica de
su relato Los perros y los lobos.
En la América colonial encontramos una anónima perla
poética y antropológica titulada Discurso
en loor de la poesía. Su
autora se esconde tras el seudónimo Clarinda. Transcribimos sólo las
estrofas que aquí nos interesan:
recopilar queriendo en un sujeto
lo que criado había, al hombre hizo
a su similitud, que es bien perfeto.
De frágil tierra y barro quebradizo
fue hecha aquesta imagen milagrosa,
que tanto al autor suyo satisfizo,
y en ella con su mano poderosa
epilogó de todo lo criado
la suma y lo mejor de cada cosa.
Quedó del hombre Dios enamorado,
y diole imperio y muchas preeminencias,
por Vicediós dejándole nombrado.
Para Miguel de Unamuno, cada uno de nosotros es “único e
insustituible; otro yo no puede darse; cada uno de nosotros –nuestra alma, no
nuestra vida- vale por el Universo todo”. Esto tiene una consecuencia práctica,
vital y existencial, con valor de imperativo moral:
Ha de ser nuestro mayor esfuerzo el de hacernos
insustituibles, el de hacer una verdad práctica el hecho teórico… de que es
cada uno de nosotros único e irremplazable, de que no pueda llenar otro el
hueco que dejamos al morirnos.
Somos originaria y congénitamente inmensos. Luego, la
vida consiste en crecer y evolucionar en esa dirección. La vida es una hacer y
actuar según lo que somos. En este caso, la praxis de la inmensidad divina de
lo humano.
El maestro Juan de Mairena, del sabio Antonio
Machado, expresa su convicción sobre la dignidad humana y su potencial. En su
dignidad, el hombre encuentra “lo más noble” de su condición. Y, de manera
parecida a Unamuno, entiende que esto tiene consecuencias existenciales y
prácticas. Por eso, la dignidad es “el más íntimo y potente resorte de su
conducta”. De aquí procede algo que Juan de Mairena reconoce como
especial y originalmente humano: su deseo de mejorar, sus ganas de evolucionar.
De esto se acuerda, entre otras ocasiones, cuando habla a sus alumnos “sobre el
orgullo modesto”:
Poca cosa es el hombre y, sin embargo, miren ustedes si
encuentran algo que sea más que el hombre, algo, sobre todo, que aspire como el
hombre a ser más de lo que es. Del ser saben todos los seres, hombres y
lagartijas; del deber ser lo que no
se es, sólo tratan los hombres.
Lev Tolstói tiene mucho mérito para ser incluido en
nuestras referencias. Su sabiduría cristiana heterodoxa no pierde vigencia. Y,
probablemente, no la pierda nunca. Considera a Jesús como el “instaurador de
una religión basada en la adoración y en la salvación de uno mismo”. Adorar
al ser humano y procurar su salvación, esa es la esencia de lo cristiano. Piensa
Tolstói, especialmente, en el Sermón de la montaña. La manera como
entiende lo cristiano es muy antropocéntrica y muy acertada. Convincente,
además. Y, leyendo con atención los escritos sagrados del cristianismo, parece
que el antropocentrismo es lo de Jesús. En el corazón de su doctrina y de su
proyecto del Reino, estamos nosotros. Así que, aunque se insista en la
heterodoxia de Tolstói, su forma de pensar y sentir al hombre, y al
cristianismo, mantiene la auténtica ortodoxia, la que hemos aprendido de
nuestras fuentes originarias. El proyecto divino es antropocéntrico. Cuando nos
hemos inclinado a pensamientos teocéntricos, nos hemos desviado del pensamiento
divino y de la vida evangélica.
Cuando se lee a Elias Canetti suele quedar una sensación
de pesimismo y amargura. Probablemente tenga que ver con la época y la difícil
gestión de emociones en lo que le tocó vivir. Su genialidad, indudable y
definitiva. Y, además, tiene una lucidez que incluye lo más importante de la
manera como comprende y explica lo humano...
Cada cual es el
centro del mundo, nada menos que cada cual; y el mundo es valioso sólo porque
está lleno de estos centros. Éste es el sentido de la palabra ser humano:
cada uno un centro al lado de muchísimos otros como él.
Ch. Baudelaire, en su poema El hombre y el mar, concibe
el mar como “espejo” e “imagen” del hombre. “Espejo” e “imagen” de su
insondable misterio e inmensidad. Y, como el mar, ante el hombre nos paramos
como admirados y conmovidos contempladores. En la tercera estrofa del poema leemos:
nadie ha llegado, hombre, al fondo de tu abismo,
nadie conoce, mar, tus íntimos tesoros,
¡con tan celoso afán guardáis vuestros secretos.
De algunos parias más de una cosa debiéramos aprender
sobre la valía del hombre. Lo de los parias es importante. Porque para muchos,
la mayoría de los poetas pertenecen a ese grupo. Uno de los parias es Friedrich
Nietzsche. En uno de sus poemas sueltos y póstumos, que parecen como notas
poéticas, expone lo que la contemplación de lo humano le ha provocado:
no sus pecados y grandes necedades:
su perfección padecí; así
padecí las más de las veces al hombre
Versos de Nietzsche que coinciden con los aportes tan
valiosos para renovar la antropología de su tiempo. Su denostado giro
antropológico y el sitio al que sometió valores tradicionales, ha sido
rechazado insensatamente. Por un sector, por supuesto. Uno de esos sectores que
no se da la oportunidad de disfrutar de auténticos tesoros del saber.
Comentarios
Publicar un comentario