Al principio, la mujer
Todo un tratado es la, seguramente originaria, concepción femenina de la divinidad en una diversidad importante de pueblos y culturas. Lo más antiguo parece ser la diosa y su referencia a la maternidad, la fecundidad y la nutrición, la tierra, la vida y la muerte… Lo que “habría sido la religión primitiva del hombre”, según apunta Henri de Lubac, es el
culto conjugado de la tierra y la maternidad, unido a un régimen comunista matriarcal
Las primordiales concepciones femeninas de la divinidad aparecen
en antiguas culturas, religiones y espiritualidades de todo el mundo. Así que,
puede que sea muy acertado pensar que en el principio eran las diosas. La escritora colombiana Susana Castellanos de Zubiría rastrea en la literatura cómo se fue modificando el lugar de la mujer. Al principio, fueron Diosas, luego, las fuimos transformando en brujas y vampiresas. De lo que ocurrió inicialmente en las religiosidades antiguas, deja el siguiente testimonio:
En casi todas las partes de la tierra ha existido el concepto de la diosa madre cuya fertilidad constituía la generosidad de los campos siempre ligada a las lunaciones y a la noche. Desde las culturas más primitivas encontramos la existencia, en muchas sociedades, de la relación estrecha que se establece entre la luna, el mes lunar, la idea de mes y la menstruación de la mujer. Ambos ciclos, el menstrual y el lunar, fueron la medida ideal del tiempo (veintiocho días) e influyeron de un modo decisivo en el hecho de que la luna como divinidad y la mujer como ser humano se hallen una y otra vez asociados. A la luna además se le atribuye el poder de afectar el temperamento humano. El diccionario de la Real Academia define como lunática a quien padece una locura no continua sino por intervalos. Las periódicas variaciones temperamentales son, además, una continua característica que se les atribuye a las mujeres. La luna, en casi toda la tradición occidental, es considerada como de sexo femenino y es la que, por otra parte, preside la noche y ampara a los muertos.
En Europa existieron comunidades prehistóricas de organización social matriarcal en las que la mujer trabajó la tierra, actuó como sacerdotisa, y como tal rindió siempre culto a las “diosas madres” representadas por la luna y la noche. Las sociedades que adoraban a la Gran Madre, divinidad de la vida, de la muerte y la regeneración, eran matriarcales, se organizaban a partir de las mujeres que encarnaban algún aspecto de dichas deidades y que eran las portadoras y generadoras de vida. Eran ellas las que encabezaban los núcleos familiares.
Con la evolución cultural que trajo el conocimiento de la agricultura y de la participación masculina en el proceso de la reproducción, y cuando el uso de la fuerza se hizo cada vez más importante para el desarrollo, desaparecieron las sociedades matriarcales y surgieron entonces las patriarcales, en las que el hombre era el centro y el modelo a seguir. Los cultos a las diosas se subordinaron entonces a los de los dioses y la actividad femenina quedó definitivamente vinculada a la noche y a la luna como realidad opuesta al día, que pertenece al hombre, vinculado al sol, a la fuerza vital que este produce.
Algunas referencias de la
antigüedad europea, dan cuenta de las originarias divinidades femeninas.
La arqueóloga y antropóloga Marija Gimbutas ha hecho uno de los mejores
estudios sobre “la vieja Europa” y sus diosas. La referencia a lo maternal es
frecuente y bastante homogénea…
En sus diferentes manifestaciones –Virgen fuerte y hermosa, Madre Oso, y Donante y Arrebatadora de la Vida-, la Gran Diosa existió durante al menos 5000 años antes de la aparición de la civilización de la Grecia clásica. Las comunidades de pequeños pueblos aún le rinden culto hoy bajo la forma de Virgen María. El concepto de diosa con forma de oso estuvo muy arraigado en el pensamiento mítico a través de los milenios y aún pervive en la Creta contemporánea como “Nuestra Señora del Oso”.
M. Gimbutas de cuenta de un panteón femenino en la Vieja
Europa de los siglos VIII-IV a. C.:
ü la
presencia de la Gran Diosa o de la Diosa Serpiente;
ü la
Gran Diosa de la Vida y de la Muerte, y la Diosa de la Vegetación, diosas de la
Luna par excellence;
ü la
Diosa Pájaro y la Diosa Serpiente.
El panteón refleja una sociedad dominada por la madre. El papel de la mujer no estaba supeditado al del hombre, y mucho de lo creado entre el comienzo del Neolítico y el florecimiento de la civilización minoica fue el resultado de esa estructura, en la que todos los recursos de la naturaleza humana, masculinos y femeninos, se utilizaron al máximo como fuerza creativa.
Entre los pueblos indoeuropeos, según relata Gimbutas, “la
Tierra era la Gran Madre”. En cambio, “los habitantes de la Vieja Europa
crearon imágenes maternas de divinidades del agua y el aire, la Diosa Serpiente
y Pájaro. La divinidad que nutre al mundo con humedad proporcionando la lluvia,
el alimento divino que era concebido de forma metafórica también como la leche
de la madre, se convirtió naturalmente en niñera o madre también. Las
figurillas de terracota de una serpiente o un pájaro antropomórfico que sujetan
bebés se encuentran en diferentes periodos y en muchas regiones de la Vieja
Europa y en culturas minoicas, micénicas y chipriotas también”.
M. Gimbutas explica acerca de la complejidad de la “Diosa de
la Fertilidad” o “Diosa Madre”:
No sólo era la Diosa Madre que controlaba la fertilidad, o la Dama de las Bestias que gobierna la fecundidad de los animales y de toda la naturaleza salvaje, sino una imagen compuesta con rasgos acumulados de las eras preagrícola y agrícola. Durante esta última se convirtió esencialmente en la Diosa de la Regeneración, esto es, una Diosa Luna, producto de una comunidad sedentaria y matrilineal que abarcaba la unidad arquetípica y la multiplicidad de la naturaleza humana. Ella era la fuente de vida y de todo lo que producía fertilidad y, al mismo tiempo, era la poseedora de todos los poderes destructivos de la naturaleza. La naturaleza femenina, como la Luna, tiene su cara positiva y su cara negativa.
El Antiguo Egipto también ofrece testimonios de la originaria presencia femenina en el mundo divino. Salima Ikram, una de las expertas que protagoniza la película documental Los secretos de la tumba de Saqqara, explica acerca del Bubasteion: “era un centro de culto y un templo dedicado a la diosa Bastet. Ella es la diosa de la maternidad, la belleza y el amor. Comúnmente la vemos como un gato o como mujer con cabeza de gato. Como toda diosa egipcia, Bastet tiene un lado tranquilo y otro aterrador. Su lado tranquilo es el de una gatita agradable y juguetona que cuida de sus gatos. Pero su lado aterrador es una leona y es la diosa de la venganza y las plagas, y en esa forma se conoce como Sejmet”.
De lo femenino religioso en la
mitología hindú, hace un comentario Antonio Machado. Se refiere
puntualmente a Maya, “la personificación del principio femenino de la divinidad
creadora, la madre del Universo”.
Se la representa como una hermosa joven, con velo, en cuyos pliegues aparece la imagen de todos los seres creados.
América, a pesar de
una historia no tan lejana en el tiempo, también sabe de diosas originarias.
Laura Esquivel aprovecha la trama de una de sus historias
para contarnos de la diosa azteca Tlazoltéotl. Los españoles la calumniaron
como “la comedora de inmundicias”. Sin embargo, investigaciones de por medio,
ahora sabemos que “era una deidad de la fertilidad, que estaba presente en
todos los procesos de la vida, desde el nacimiento hasta la muerte, incluyendo
la resurrección”.
En cada etapa tenía una diferente advocación y representaba un proceso diferente pero definitivamente su presencia dentro de los templos y rituales era indispensable para garantizar el sostenimiento de la vida. Durante el nacimiento, la deidad participaba como la gran purificadora. Durante la vida terrestre se le conocía como la diosa de las tejedoras, las que arropaban, las que vestían. Durante la muerte se hacía acompañar por las Cihuateteo, las mujeres muertas en el parto, para que escoltaran al sol en su recorrido por los cielos y lo ayudaran a renacer. Tenía un templo donde los hombres confesaban sus pecados, mismos que al ser perdonados se transmutaban en luz, en vida renovada. Ésa era su verdadera función: transmutar todo aquello que se deshecha para convertirlo en abono.
Víctor Robledo, historiador argentino, hace un comentario de
interés sobre los araucanos: “existen
evidencias de que había un conjunto de divinidades supremas compuestas por
cuatro miembros: un padre, una madre, un hijo y una hija entre otros dioses”.
Lo divino como algo compartido homogéneamente por los miembros de una familia
es, en su esencia, lo que el cristianismo ha recibido como la revelación de un
Dios trinitario. No obstante, Robledo añade que, “la influencia cristiana ha
hecho desaparecer a la madre de ese conjunto”.
Casaldáliga y Vigil, desde la espiritualidad latinoamericana
de la liberación, describen un amplio panorama continental sobre la fuerza de
lo femenino en nuestros orígenes:
Las muchas patrias que hacen el Continente son incluso una sola Patria, la Patria Grande. Hablando más indígenamente y hasta más afroamericanamente, sería la Matria Grande. Porque nuestras culturas primigenias, su vinculación con Dios y con la tierra, son muy destacadamente maternales y matriarcales… El nombre antiguo y nuevo de “Abia Yala”, que muchos grupos indígenas proponen, lleva en su raíz esa significación: tierra virgen-madre fecunda.
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