Las comidas con Jesús

 Hay una característica frecuente en la cercanía de Jesús con la gente y que ha llamado la atención de los evangelistas. Se trata de su costumbre de compartir la mesa de manera desprejuiciada, espontánea, fraterna, habitual… Lo que luego, en la historia cristiana, llamaríamos ecuménico y católico. El número de relatos de comidas con Jesús ya es un fuerte síntoma de la importancia de estos momentos y espacios. «Las comidas de Jesús –comenta Olmedo- ocupan una parte importante en los relatos evangélicos, especialmente en la obra de Lucas».

No hay cultura donde la comida no sea un momento significativo de encuentro. Así era también en tiempos de Jesús y en su contexto social.

Sentarse a la mesa con alguien siempre es una prueba de respeto, confianza y amistad. No se come con cualquiera; cada uno come con los suyos. Compartir la misma mesa quiere decir que se pertenece al mismo grupo, y que, por tanto, se marcan las diferencias con otros.

Pero, no es la mesa sin más. Porque sólo la mesa también puede ser lugar donde dirimen los enemigos. Es la mesa servida y compartida. Si la mesa está vacía y nada hay que compartir, no es la mesa que nos constituye y nos transforma permanentemente. Los que están en guerra se sientan a la misma mesa en busca de la paz. Pero la mesa los separa. Nada hay sobre ella que compartir. La mesa de los amigos, de los hermanos, de la comunidad, es una mesa servida para compartir.

Al principio…

… fue la comida. El fuego y la comida tienen una incidencia decisiva en el comienzo del armado de las comunidades humanas. En el principio era el fuego, podríamos decir para describir la génesis de las comunidades y hasta el origen de lo humano. Michael Pollan, en un fantástico escrito sobre la cocina, abre la mente a una original explicación del impacto antropológico y sociológico de la transformación que generó aprender a cocinar. El fuego para cocinar los alimentos dio inicio a una humanidad que, desde entonces, no ha dejado reunirse en torno a la mesa servida para construir personas y sociedades:

El hogar en particular, esa clase de fuego del que me ocupo en el jardín delantero, también nos ayudó a formarnos como seres sociales. El “magnetismo social del fuego”, como dice el historiador Felipe Fernández-Armesto, fue lo primero que nos hizo reunirnos, y, al hacerlo, probablemente cambió el curso de la evolución humana. El hogar seleccionó a los individuos que podían tolerar a otros de su misma especie, estableció el contacto visual, la cooperación y el deseo de compartir. “Cuando el fuego y la comida se fusionaron -escribe Fernández-Armesto-, surgió un deseo irresistible por la vida comunitaria”. (De hecho, la palabra “hogar” procede de la latina “focus”). La atracción social que provoca una hoguera no ha disminuido.

En torno a la olla y alrededor de la mesa que la olla sirve, se hace la comunidad. Allí ocurre lo que algunos antropólogos han llamado «el círculo de conversación». El fuego, la cocina, la comida, la mesa, con la potente significación antropológica y social, da argumentos a lo que Pollan explica como «la hipótesis de la cocina». Es otra manera, entre tantas ya propuesta en la historia humana, de pensar y expresar nuestra diferencia específica.

«El Homo sapiens es el único animal» que cocina.

La misma función de los sacrificios rituales de animales en muchas culturas tiene como finalidad la consolidación de los vínculos comunitarios por medio de la práctica de la comida compartida:

Aparte de impedir cualquier forma de primitivismo, las normas que regulan los sacrificios rituales están diseñadas para fomentar la comunidad… Comer del mismo animal, preparado según las normas establecidas del grupo, reforzaba los lazos de unión. Compartir es la principal función del sacrificio ritual, como sucede en la mayoría de las distintas formas de cocina.

La cocina y la mesa servida, además, tiene mucho que ver con lo ritual, lo celebrativo y lo lúdico…

Todo lo antropológico, lo social, lo cultural, que podemos discernir en la mesa servida y compartida, es parte de las comidas con Jesús

Los comensales

Gran parte de la personalidad -quizá toda, si se presta suficiente atención- y de los valores de Jesús se evidencian en estos encuentros. Opciones, deseos, sensibilidades, proyectos, actitudes, sentimientos, debilidades, sueños, temores, expectativas… las comidas son una inagotable fuente de conocimiento de Jesús. ¿Con quiénes suele compartir la mesa? El dato no es menor.

Recordando y analizando los textos de las “comidas de Jesús” con la gente, amigos y discípulos, descubrimos los sentimientos más profundos de aquel hombre bueno, identificado con su pueblo y, especialmente, con los humildes, los pobres y marginados.

J. A. Pagola muestra el paso de la misión de Juan el Bautista a la de Jesús. Entre las características que marcan la diferencia, señala un cambio de «talante» y de «estrategia»:

La vida austera del desierto es sustituida por un estilo de vida festivo. Deja a un lado la forma de vestir del Bautista. Tampoco tiene sentido seguir ayunando. Ha llegado el momento de celebrar comidas abiertas a todos, para acoger y celebrar la vida nueva que Dios quiere instaurar en su pueblo. Jesús convierte el banquete compartido por todos en el símbolo más expresivo de un pueblo que acoge la plenitud de vida querida por Dios.

Las comidas con Jesús están disponibles para todos, son un espacio ecuménico, católico, universal. Pero, conocedor de lo humano, hace explícita y eficaz la disponibilidad de la mesa servida para los habitualmente marginados. Esto mismo se transforma en razón de reproches según los evangelios:

Llegó el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: “¡Es un glotón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores!”

Y es que, las comidas con Jesús, son participadas escandalosamente por pecadores. Y la definición más precisa de la relación que Jesús establece con los pecadores es «amistad». Pertenece a la fibra íntima de lo humano que las comidas se comparten con amigos. El problemita son los amigos de Jesús…

Lo que más escandaliza no es verlo en compañía de gente pecadora y poco respetable, sino observar que se sienta con ellos a la mesa. Estas comidas con “pecadores” son uno de los rasgos más sorprendentes y originales de Jesús, quizá el que más lo diferencia de todos sus contemporáneos y de todos los profetas y maestros del pasado. Los pecadores son sus compañeros de mesa, los publicanos y prostitutas gozan de su amistad. Es difícil encontrar algo parecido en alguien considerado por todos como un “hombre de Dios”.

¿Con quiénes más solía compartir Jesús la mesa servida? Además de compartir con pecadores, lo hace habitualmente con los pobres. Hay un capítulo de Lucas que centra toda la acción y la enseñanza de Jesús en una mesa. Son varios y sustanciosos párrafos que permiten dimensionar la importancia mayúscula de la mesa servida y compartida en la historia de Jesús -importancia antropológica y social que Jesús viene a recordar-. En lo que Lucas nos cuenta, Jesús se ocupa de insistir en la relevancia que en sus sentimientos y en su proyecto tienen los pobres:

Un sábado, Jesús entró a comer en casa de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente. Delante de él había un hombre enfermo de hidropesía. Jesús preguntó a los doctores de la Ley y a los fariseos: «¿Está permitido curar en sábado o no?». Pero ellos guardaron silencio. Entonces Jesús tomó de la mano al enfermo, lo curó y lo despidió. Y volviéndose hacia ellos, les dijo: «Si a alguno de ustedes se le cae en un pozo su hijo o su buey, ¿acaso no lo saca en seguida, aunque sea sábado?». A esto no pudieron responder nada.

Y al notar cómo los invitados buscaban los primeros puestos, les dijo esta parábola: «Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: “Déjale el sitio”, y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando llegue el que te invitó, te diga: “Amigo, acércate más”, y así quedarás bien delante de todos los invitados. Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado».

Después dijo al que lo había invitado: «Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa. Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos. ¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!».

Al oír estas palabras, uno de los invitados le dijo: «¡Feliz el que se siente a la mesa en el Reino de Dios!». Jesús le respondió: «Un hombre preparó un gran banquete y convidó a mucha gente. A la hora de cenar, mandó a su sirviente que dijera a los invitados: «Vengan, todo está preparado». Pero todos, sin excepción, empezaron a excusarse. El primero le dijo: “Acabo de comprar un campo y tengo que ir a verlo. Te ruego me disculpes”. El segundo dijo: “He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlos. Te ruego me disculpes”. Y un tercero respondió: “Acabo de casarme y por esa razón no puedo ir”.

A su regreso, el sirviente contó todo esto al dueño de casa, este, irritado, le dijo: “Recorre en seguida las plazas y las calles de la ciudad, y trae aquí a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los paralíticos”. Volvió el sirviente y dijo: “Señor, tus órdenes se han cumplido y aún sobra lugar”. El señor le respondió: “Ve a los caminos y a lo largo de los cercos, e insiste a la gente para que entre, de manera que se llene mi casa. Porque les aseguro que ninguno de los que antes fueron invitados ha de probar mi cena”».

La pregunta sobre con quiénes compartía Jesús la mesa es el comienzo de la respuesta a una pregunta parecida que nunca pasa de moda: ¿quiénes son dignos de compartir la mesa con Jesús? ¿Quiénes son dignos de participar de la mesa cristiana? La cantidad de injusticias, de desprecios, de exclusiones, en la historia de nuestras mesas parece no tener fin. Los hechos de comensalidad que relatan los evangelios son suficientemente claros sobre aquello que hace a la dignidad y a la condición de posibilidad de los que toman parte. No hay demasiado para pensar y para tomar decisiones sobre los comensales. Pero, no viene mal dejar de pensar en los méritos de los demás y hacer una experiencia de autocrítica que tome como referencia los auténticos criterios de valoración para la comensalidad evangélica. Esto, además, nos ayudaría a superar moralismos baratos en los que hemos ido cifrando el mérito de los comensales. También, se trata de una toma de conciencia de lo esencial de lo cristiano discernido en su práctica fundamental: compartir la mesa. Apelamos, para este discernimiento, a textos imprescindibles. El criterio de la comensalidad acaba siendo uno, aunque se diga con diversas y análogas palabras: unidad, comunión, hermandad, fraternidad, igualdad, encuentro…

En la reelaboración que, según Mateo, Jesús hace de los tradicionales mandamientos, encontramos estas palabras de Jesús cuando extiende el mandato de no matar a cualquier tipo de daño u ofensa al prójimo:

Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda.

Ya en tiempos de la práctica de las primeras comunidades, Pablo se pronuncia sobre los encuentros para «comer la Cena del Señor». Lo expresado por Pablo ha sido bastante tergiversado con planteamientos moralistas improcedentes y que casi nada -por ser generoso- tienen que ver con el sentido de sus palabras. La dignidad o la «indignidad» para estar sentado en la mesa, pasa por la unidad o por la división. Nosotros hemos llenado el «estar en gracia» de un montón de otros sentidos que poco -otra vez por ser generosos- ameritan para determinar exclusiones.

Y ya que les hago esta advertencia, no puedo felicitarlos por sus reuniones, que en lugar de beneficiarlos, los perjudican. Ante todo, porque he oído decir que cuando celebran sus asambleas, hay divisiones entre ustedes, y en parte lo creo. Sin embargo, es preciso que se formen partidos entre ustedes, para se pongan de manifiesto los que tienen verdadera virtud. Cuando se reúnen, lo que menos hacen es comer la Cena del Señor, porque apenas se sientan a la mesa, cada uno se apresura a comer su propia comida, y mientras uno pasa hambre, el otro se pone ebrio. ¿Acaso no tienen sus casas para comer y beber? ¿O tan poco aprecio tienen a la Iglesia de Dios, que quieren hacer pasar vergüenza a los que no tienen nada? ¿Qué les diré? ¿Los voy a alabar? En esto, no puedo alabarlos. Lo que yo recibí del Señor, y a mi vez les he transmitido, es lo siguiente: El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan, dio gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía”. De la misma manera, después de cenar, tomó la copa, diciendo: “Esta copa es la Nueva Alianza que se sella con mi Sangre. Siempre que la beban, háganlo en memora mía”. Y así, siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que él vuelva. Por eso, el que coma el pan o beba la copa del Señor indignamente tendrá que dar cuenta del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Que cada uno se examine a sí mismo antes de comer este pan y beber esta copa; porque si come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación. Por eso, entre ustedes hay muchos enfermos y débiles, y son muchos los que han muerto. Si nos examináramos a nosotros mismos, no seríamos condenados. Pero el Señor nos juzga y nos corrige para que no seamos condenados con el mundo. Así, hermanos, cuando se reúnan para participar de la Cena, espérense unos a otros. Y si alguien tiene hambre, que coma en su casa, para que sus asambleas no sean motivo de condenación. Lo demás lo arreglaré cuando vaya.

Finalmente, Santiago, con su habitual crudeza, nos pone en evidencia:

Hermanos, ustedes que creen en nuestro Señor Jesucristo glorificado, no hagan acepción de personas. Supongamos que cuando están reunidos, entra un hombre con un anillo de oro y vestido elegantemente, y al mismo tiempo, entra otro pobremente vestido. Si ustedes se fijan en el que está muy bien vestido y le dicen: “Siéntate aquí, en el lugar de honor”, y al pobre le dicen: “Quédate allí, de pie”, o bien: “Siéntate a mis pies”, ¿no están haciendo acaso distinciones entre ustedes y actuando como jueces malintencionados?

La comensalidad terapéutica

El compartir de Jesús con los indeseables e innombrables no es demagogia, fingimiento, o puro posicionamiento de polemista de turno. Esas mesas servidas y compartidas representan oportunidades de transformación para todos los comensales -Jesús incluido-. Pagola presta atención al «carácter terapéutico» de las comidas con Jesús. Terapéutico significa, ciertamente, muchas cosas. Como ocurre con cualquier terapia, la terapia de las mesas servidas y compartidas, tiene muchos y maravillosos efectos: libertad, consolación, sanación, reconciliación, empoderamiento, comunión… A quienes comparten la mesa servida…

… Jesús les ofrece su confianza y amistad, los libera de la vergüenza y la humillación, los rescata de la marginación, los acoge como amigos. Poco a poco se despierta en ellos el sentido de la propia dignidad: no son merecedores de ningún rechazo. Por vez primera se sienten acogidos por un hombre de Dios. En adelante, su vida puede ser diferente… Han de sentirse acogidos por Dios. Nada tienen que temer. Pueden beber vino y cantar himnos con Jesús. Su acogida amistosa los va curando por dentro.

Las comidas con Jesús son siempre acontecimientos festivos de encuentro liberador. Los que toman parte tienen la experiencia inédita de ser acogidos, tratados como iguales y reintegrados a la comunión por la fuerza simbólica de la mesa compartida. Los habitualmente excluidos por la sociedad son llamados a una vivencia que inicia su integración.

El efecto de la terapia de la comensalidad es una modificación sustancial en el rango social según una sociología divina y un anticipo histórico y verificable del Reino. Cuando los «últimos» comparten la mesa con Jesús, ocurre el milagro de la movilidad ascendente evangélica que los ubica como los «primeros». El efecto quizá no tenga mayores consecuencias en la sociología inmanente -aunque quizá sí que las tenga-. Sin embargo, ocurre lo esencial: una verdadera e invaluable metamorfosis en la conciencia de los comensales, en su personalidad y en su consolidación subjetiva.

Prostitutas y recaudadores corruptos se sentaban a su mesa. Aquella no era la “mesa santa” de los “varones de santidad” de Qumrán ni tampoco la “mesa pura” de los grupos fariseos. Aquella mesa era símbolo y anticipación del reino de Dios. Allí se podía ver cómo los “últimos” del pueblo santo y las “últimas” de aquella sociedad patriarcal eran los “primeros” y las “primeras” en el reino de Dios.

Hay otra consecuencia prodigiosa de la comensalidad en el contexto de la sociología evangélica: la fraternidad y amistad universal sin distinciones. Una mesa servida y compartida hace amigos a todos los comensales, lleva a cabo una amistad católica.

El Profeta de Galilea no sólo promete en sus parábolas el reino de Dios como un banquete o fiesta final en el seno del Padre, sino que, además, lo vive y lo celebra ya en esta tierra como anticipación que se hace presente en sus comidas con toda clase de gentes. En esa comunión de mesa con Jesús, los discípulos pueden experimentar ya la fiesta de fraternidad de los hijos de Dios en torno a su Padre. Así pues, Jesús anuncia y anticipa el reinado de Dios celebrando un gesto humano que exige y significa fraternidad, comensalidad, acogida mutua y amistad, pues cenar no es sólo nutrirse o introducir calorías en nuestro organismo. Y es que el reino de Dios exige, antes que nada, fraternidad.

La previa del Reino

Los pecadores, los pobres, las prostitutas -las mujeres en general-, los marginados, los despreciados… es bien extensa la lista de los que se han sentado a compartir la mesa con Jesús. El listado es una de las razones por las que, las comidas con Jesús, son grandes símbolos del Reino. Y, casi seguro, el símbolo más importante del Reino que no será otra cosa que una mesa compartida.

§  Cuando Jesús enseña que la salvación requiere acceder por una «puerta estrecha», cuenta una parábola que aclara el significado. La historia habla de algunos que reclaman ingresar y que son rechazados. Entonces, Jesús explica que «vendrán muchos de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur, a ocupar su lugar en el banquete del Reino de Dios».

§  El extenso texto que ya leímos de Lucas incluye la exclamación de un oyente de Jesús: «¡Feliz el que se siente a la mesa en el Reino de Dios!». Seguidamente, a modo de ilustración parabólica, Jesús comienza una explicación alusiva: «Un hombre preparó un gran banquete y convidó a mucha gente…».

§  Mateo da cuenta de palabras parecidas pronunciadas por Jesús, pero en otro contexto. Son palabras dichas cuando conoció al centurión que suplicaba por la salud de uno de sus sirvientes. Jesús queda asombrado por la actitud y por las palabras del centurión. Entonces, dice a sus seguidores: «Les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe. Por eso les digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos».

§  La parábola que da comienzo al capítulo 22 de Mateo, inicia así: «El Reino de los Cielos se parece a un rey que celebraba las bodas de su hijo».

§  Entre las cartas que el vidente del Apocalipsis manda escribir, se cuenta la dirigida «al Ángel de la Iglesia de Laodicea».  El mensaje a transmitir, dice: «Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos».

Jesús vivía las comidas y cenas que hacía en Galilea como símbolo y anticipación del banquete final en el reino de Dios. Todos conocen esas comidas animadas por la fe de Jesús en el reino definitivo del Padre. Es uno de sus rasgos característicos mientras recorre las aldeas.

Según Pagola, los comensales frecuentes -pecadores y pobres, básicamente- transforman las comidas con Jesús en «la mesa que anticipa el reino de Dios». Por supuesto que esto se aplica especialmente a la última cena que Jesús comparte con sus discípulos. Lo ha dicho él mismo:

Les aseguro que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios

Si todas las comidas son altamente significativas en la historia de Jesús, más hay que decir sobre las comidas de la Pascua. Hans U. von Balthasar reconoce la multiplicidad significativa y la trascendencia peculiar de «las comidas pascuales» que…

tal vez sean ya para Jesús mismo escatológicas; para los discípulos son “arras”, signo que anuncia “hasta que él vuelva”. Por encima de la “reserva” existente entre los dos eones, la comida sigue siendo comunión íntima, participación esencial en el altar (“en la sangre de Cristo”) y con ello participación en el carácter reconciliador de toda comida cultual, y así, finalmente, también unificación esencial de los partícipes entre sí. El que después de pascua Jesús sea “comensal” no es, por tanto, en modo alguno un “realismo sólido” introducido secundariamente, sino un rasgo “simbólico” teológicamente imprescindible.

Dando continuidad a la práctica habitual, pero, a la vez, abriendo la experiencia a otra dimensión superadora, el Resucitado también comparte la mesa con aquellos a quienes se manifiesta. En una de las ocasiones en que Pedro da su testimonio de lo ocurrido con Jesús, cuenta que a él y a otros se les manifestó una vez resucitado: «a nosotros, que comimos y bebimos con él, después de su resurrección». No hay que pasar por alto al dato al que Pedro recurre. Entre lo muchísimo que podría haber elegido de lo compartido con Jesús, eligió la comida y la bebida. Hubo, según lo poco que sabemos, pesca milagrosa, diálogos, apariciones inexplicables, desapariciones igualmente inexplicables, y seguramente mucho más. Pero lo que Pedro toma como referencia es la comida y la bebida compartidas.

§  Después del reencuentro con los discípulos en el camino a Emaús, Lucas cuenta una nueva aparición del Resucitado: «Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer. Pero Jesús les preguntó: “¿Tienen aquí algo para comer?”. Ellos le presentaron un trozo de pescado asado; él lo tomó y lo comió delante de todos».

§  En la tercera aparición de Jesús resucitado contada por Juan, conocemos el episodio de una pesca milagrosa. Vueltos a la orilla, «al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: “Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar”… Jesús les dijo: “Vengan a comer”. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: “¿Quién eres?”, porque sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado».

§  Marcos relata el frustrado anuncio que María de Magdala y otros dos testigos hacen a los discípulos sobre la resurrección de Jesús. «En seguida, se apareció a los Once, mientras estaban comiendo, y les reprochó su incredulidad y su obstinación porque no habían creído a quienes lo habían visto resucitado. Entonces les dijo: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación”». Aunque Marcos no haya dado mayores detalles, ya estamos bastante anoticiados sobre el comportamiento de Jesús como para estar seguros que compartió esa comida con sus discípulos.

«El primer día de la semana», aquel día maravilloso en que las mujeres fueron al sepulcro y quedaron desconcertadas por no encontrar el cadáver de Jesús, Lucas cuenta lo que sucedió a dos discípulos que caminaban de Jerusalén a Emaús. El andar de los caminantes está ensombrecido por el drama pascual vivido hace pocas horas. Pero algo cambia cuando se les suma un desconocido. Según da a entender el relato, hay un momento determinante que modifica toda la experiencia:

Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba”. El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista.

Pagola señala una particularidad en el caso de la comida compartida con los que caminaban hacia Emaús: «constituye una especie de transición entre la presencia pascual del Resucitado y su presencia sacramental en la eucaristía». Es el momento histórico y simbólico del paso de una a otra manera de estar con nosotros. La comida compartida en Emaús, conecta la historia de Jesús con la vida siguiente de la comunidad a través de la eucaristía y, a la vez, la mesa eucarística de la comunidad con la mesa del Reino. Y aquí estamos, en el mientras tanto, sentados a la mesa servida y compartida por la comunidad de los discípulos.

La espera en la mesa compartida

Como todas las familias, la familia de Dios se reunirá en torno a una mesa para comer. Esto explica la centralidad de las comidas en la vida de Jesús, su “comensalidad”, como se llama a veces. Lo que sigue a esas comidas es el compartir característico de la vida en familia.

Las comidas que Jesús comparte con nuestros antepasados son una indicación de la idea que él tiene de lo que luego será la Iglesia. Las comidas son tiempos y espacios de la construcción de la comunidad. Son el núcleo, el corazón de la vida de los discípulos. ¿Qué es la Iglesia? La comunidad fraterna de hombres y mujeres que caminan juntos hacia el banquete del Reino y lo anticipan permanentemente en las mesas compartidas en todo tiempo y lugar. Por eso, la mesa compartida es lo prioritario, lo identitario, de la Iglesia de Jesús. Y no es la misa de domingo sino la mesa servida y compartida por los seguidores de Jesús. Aunque pudieran parecer lo mismo, no lo son. Cuando la misa del domingo vuelva a ser la mesa compartida por los discípulos de Jesús, entonces serán lo mismo. Pero para eso hay un buen número de cosas que modificar a nivel de conciencia personal, de hermenéutica evangélica, de tradición cristiana, de mensaje y práctica pastoral, de diseño comunitario, de doctrina, de rúbrica litúrgica y de derecho canónico, etc.

No obstante, y a la espera esperanzada de esos cambios, todo lo ya dicho y lo por decir sobre las comidas con Jesús, tiene un lugar y un tiempo privilegiado de realización: la eucaristía. [No la misa de domingo, sino la comida y la bebida compartidas con Jesús, antes, durante y después, de los límites litúrgicos de la misa].

La eucaristía es sangre, carne y pasión, es amor desmedido, es beber y comer y nutrir la vida. El alimento que servimos y compartimos en nuestras mesas es imprescindible para la construcción y la consolidación de los discípulos y de las comunidades. Gustavo Gutiérrez recuerda «un viejo tema patrístico:

la iglesia hace la eucaristía y la eucaristía hace la iglesia».

Es un denominador común de la tradición cristiana el reconocer el carácter fundacional y constituyente de la eucaristía respecto a la vida y misión de la Iglesia. La mesa que entre todos -incluido el Espíritu de Jesús- preparamos, servimos y compartimos, es lo más importante en el quehacer y en la vida de la Iglesia. Tiene prioridad por sobre todo lo demás. La eucaristía, la mesa eucarística, aporta la energía que requiere la arquitectura y el diseño divino de la humanidad. La mesa compartida por los discípulos aporta la energía indispensable para el dinamismo de la comunidad. Sin la mesa eucarística que compartimos, la comunidad experimenta un marasmo espiritual.

También Balthasar insistirá sobre este misterio de la nutrición vital de la comunidad de los discípulos. El nacimiento del «misterio de la Iglesia» ocurre «cuando Jesús ejerce “libremente” el poder que tiene de “dar su vida y de volver a tomarla”». A esa entrega, Jesús le da «la forma del banquete, del comer su carne y beber su sangre, nutriendo así a sus amigos con su propia sustancia (cuerpo y alma, divinidad y humanidad)». Para Balthasar, aquí se encuentra lo más importante de la acción eucarística sobre la Iglesia. De manera que, por encima de la transformación del agua y del vino en cuerpo y sangre, hay «otra transformación, mucho más importante… de la carne y de la sangre de Cristo en el organismo de la Iglesia (y de los cristianos, sus miembros)».

Nuestra eucaristía se armó a partir de tres momentos de comensalidad comunitaria:

§  las comidas con Jesús durante su tiempo de misión -especialmente participadas por pecadores-,

§  la última cena compartida con sus discípulos,

§  y, finalmente, las comidas con el Resucitado que dan fuerza de actualidad y comprometen a la comunidad.

La unidad del cuerpo de Cristo, realizada y puesta en vías de expansión universal por la ley de la caridad, está cimentada y significada por la reunión de la comunidad alrededor del cuerpo eucarístico. Jesús se había despedido de sus discípulos en el transcurso de una comida, una comida con una fuerte resonancia escatológica, en la que les había comunicado el sentido de su muerte ya próxima: entregar su cuerpo “por ustedes” como alimento de vida. Se les “aparecía” a menudo durante las comidas después de su muerte a fin de reunirlos de nuevo en el sentimiento de su presencia mantenida en medio de ellos. Así fue como los primeros cristianos llegaron a adoptar la costumbre de reunirse alrededor de una mesa para celebrar el recuerdo de su muerte, anticipando en la fe la reunión con él en el banquete del Reino. San Pablo, que fue el primero en referir el relato de la Cena, establece un fuerte vínculo entre los tres tiempos de la eucaristía -el presente de la comida, el pasado del cuerpo entregado a la muerte y el futuro de la venida del Señor- y un vínculo de reciprocidad entre la comunión eucarística y la edificación de la comunidad.

Aunque se puedan distinguir, encadenar y comunicar, momentos históricos y teológicos, se trata de una única mesa servida y compartida. Es la misma que extiende a lo largo de la historia la comensalidad de los hombres con Dios y que sostiene sus efectos en un presente continuo. Hay una actual intercomunicación trascendente. Como explica Balthasar, «la cena en que la Iglesia llega a ser lo que es, es la misma que la cena de la Pasión, en la que Jesús se entregó a la muerte, y la misma también que la cena escatológica, si bien a través del velo sacramental».

Pero, lo que ocurre en la Iglesia, eucaristía mediante, acontece también en la totalidad de la humanidad y en el universo. Por eso, para Jean Mouroux, según expone J. Alonso García, la eucaristía es «símbolo cósmico y antropológico». Y resume la explicación así: «el Misterio de la Eucaristía es así la realidad que compendia el misterio de la persona y del universo entero y, al mismo tiempo, que los santifica y perfecciona, confiriéndoles su auténtico sentido cristiano».

Además del sentido vital, de nutrición, que la mesa eucarística tiene para la Iglesia -y para la humanidad, y para el universo-, hay que poner énfasis -teórico y práctico- en el clima interno prioritario que la mesa compartida imprime a la comunidad. Cuando hay una mesa servida y dispuesta para compartir, hay fiesta. Esto pertenece a la esencia y a la definición de lo cristiano.

Si Cristo ha resucitado, la Pascua es la “fiesta de las fiestas”, cada eucaristía es la “fiesta de las fiestas”,

explica el teólogo ortodoxo Olivier Clément. Lo festivo es identitario de lo cristiano.

Balthasar apuntala el carácter prioritario de la eucaristía en el dinamismo eclesial. Lo principal es el encuentro de los comensales en torno a la mesa, antes compartida con Jesús, ahora compartida en la comunión con y gracias al Espíritu. Este encuentro eucarístico de Jesús y sus discípulos es, para Balthasar, el aspecto más relevante:

hay que subrayar este encuentro entre Cristo y la Iglesia en el acto del banquete. En el encuentro está el centro de gravedad de todo, y no en el milagro de la transformación (“transubstanciación”) considerado aisladamente que sólo es un medio, porque tampoco Cristo hizo de su última cena un alarde de magia omnipotente ante sus discípulos, sino un signo del amor que llega hasta el extremo. Por eso, en la eucaristía, el verdadero signo sacramental es el acontecimiento del comer y del beber, donde el pan y el vino conservan su significado simbólico humano. Para la Iglesia, lo importante no es que en la mesa del altar haya algo, sino que mediante la recepción del alimento llegue a ser lo que puede y debe ser.

Que la eucaristía hace a la Iglesia significa, en lo más concreto, que realiza una acción transformadora de los comensales. Esta transformación tiene tantas dimensiones como lo humano y otras tantas maneras de expresarlo y explicarlo.

Desde una perspectiva más estética, la transformación se expresa más apropiadamente como transfiguración. La mesa es una experiencia de embellecimiento de quienes la comparten a imagen y semejanza de la belleza divina:

La belleza del amor de Cristo viene cada día a nuestro encuentro… en la sagrada Liturgia, particularmente en la celebración de la Eucaristía, allí donde el Misterio se hace presente e ilumina de sentido y belleza toda nuestra existencia. Ella es el medio extraordinario por el que nuestro Señor, muerto y resucitado, nos comunica su vida, nos incorpora a su Cuerpo como miembros vivos, y así nos hace partícipes de su belleza.

Como ya ocurría con las comidas compartidas con Jesús, también las que seguimos compartiendo hoy como comunidades de discípulos, tienen invaluable sentido terapéutico, sociológico y liberador. La eucaristía es memoria de la liberación que viene aconteciendo y que se encamina a su acabamiento. Sigue siendo la «fiesta» que YHWH puso como razón del reclamo de liberación que Moisés tenía que presentar al Faraón. Esa es la raíz pre-cristiana, la liberación del pueblo de Dios sometido a la opresión egipcia. En la eucaristía se renueva la esperanza de la victoria final del Dios liberador y, simultáneamente, se refuerza la conciencia y el realismo de situaciones de esclavitud intolerables y difíciles de derrotar. Hace poco tiempo que la teología de la liberación nos ha refrescado esta dimensión liberadora esencial e insustituible de la eucaristía. En la mesa eucarística compartida por los pobres y oprimidos se toma conciencia de la esclavitud y se consigue la energía de transformación necesaria para alcanzar la libertad. Si las virtudes son fuerzas, energías, la eucaristía es su tiempo y lugar de origen. Además, en el tiempo que dura la mesa que compartimos, hacemos una experiencia real del proyecto de Jesús. Por eso, aunque la realidad es adversa, la eucaristía es una vivencia de la posible transformación y que expande su eficacia más allá de su ocurrencia.

En la fracción del pan, del pan que falta a los desheredados de la tierra, se hace presente y se reconoce la vida del Resucitado. Vida que nos asegura que la muerte no vencerá, que el pecado y la injusticia serán abolidos. En la plenitud de vida que nos aporta la liberación en Jesucristo y en la fuerza histórica de los pobres está la fuente de esa alegría que el pueblo manifiesta en su lucha y en su práctica orante. No se trata de una alegría superficial, fruto de una falta de conciencia de la realidad de opresión y de sufrimiento que se vive. Es una alegría pascual que pasa por la muerte y el dolor, pero que expresa una profunda esperanza.

En esa acción de gracias se expresa la confianza de que es realizable la comunión de vida que aún no existe entre nosotros, donde haya “comida para todos y amor de Dios”. Ese “adelanto”, si podemos hablar así, no es una evasión; es más bien movilizador del compromiso presente. Es el reconocimiento de que no hay momento ni sector de la existencia humana que no esté concernido por el don de la vida del Cristo resucitado. Es la fiesta de la gratuidad del amor redentor del Señor.

El significado transformador es una anticipada realización del ideal del Reino, la gran causa de Jesús -así que, la gran causa de la Iglesia-. Hay aquí, como lo había en las mesas con Jesús que aparecen en los evangelios, una importante resonancia social. Es otro episodio de la sociología divina. La comida y la bebida de la mesa eucarística son los grandes símbolos. Más sencillamente, el pan es el gran símbolo por su potente repercusión en todo tiempo y en todo lugar. Este pan que ahora compartimos es el pan del banquete del Reino. Lo anticipa, lo hace actual y real, lo representa, lo anuncia, lo hace objeto de esperanza y motivo de lucha. Es el pan ícono del proyecto divino de un mundo justo, equitativo, igualitario

No olvidemos que él, en una cena de fraternidad, promovió la utopía del Banquete Eucarístico, al que estamos todos invitados a compartir la “Fracción del Pan”, alimentarnos con su Cuerpo y Sangre, y comprometernos a construir su Reino, en un mundo nuevo, donde no falten el pan material, ni el pan espiritual.

La dimensión social del encuentro eucarístico urge en las comunidades actuales -urgió siempre y no dejará de ser así-. O. Clément apela a la teología eucarística de Juan Crisóstomo -siglo V, no perder el dato de vista-. Juan «afirmaba con vigor que el pobre es otro Cristo y que el sacramento de la Eucaristía debe desplegarse al servicio de la justicia, en una “limosna” que no sea conmiseración pasajera sino participación o, mejor, organización de la sociedad». El principio básico que ha de regir este punto está bien formulado por el mismo Clément: «se trata… de dar a la Eucaristía su amplitud ética», o sea, social, ciudadana, política…

… y al final

… será la fiesta. Lo que hoy celebramos será alguna vez definitivo, pleno, excesivo. Olivier Clément nos recuerda algo ya dicho sobre la eucaristía y sobre la Pascua que celebramos habitualmente: «no son más que una anticipación –pero una anticipación real, sustanciosa– de la fiesta definitiva, la de la nueva Jerusalén». Lo que viene nos desborda el alma de entusiasmo:

Entonces el mismo Dios “enjugará las lágrimas de nuestros ojos” (Ap 21, 4), y el simbolismo eclesial de la fiesta será a la vez abolido y universalizado: la Fiesta se revelará como la esencia de las cosas… La Fiesta se revelará como la esencia misma de la naturaleza humana plenamente asumida en el amor entre las personas, a imagen y en la imantación de la Trinidad. La Fiesta se revelará en particular como la esencia del eros y del alimento, doble relación “eucarística”, con el otro y con el mundo.


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