El otro: el eterno sueño de una revolución permanente
Antología de experiencias y reflexiones sobre el alter ego
La perspectiva revolucionaria de que uno está realmente en el otro
La frase de Pablo
Ramos es tanto más buena cuanto viene de una terrible experiencia de casi
autodestrucción. Está escrita en una especie de descripción, de comentario
narrativo, a los doce pasos que hay que dar para salir de una adicción. En el
noveno paso -ahí aparece esta frase- quizá fue cuando Ramos se dio cuenta de
una verdad grande como una catedral medieval: en una verdadera relación con el
otro me reencuentro con lo más verdadero de mí mismo. El «sueño eterno» de la
revolución de Andrés Rivera, «la revolución permanente» de Trotsky, es el otro.
No lo hemos probado aún a pesar de la contundente experiencia de unos pocos
genios de la historia. Sobre todo, de la práctica y la doctrina de Jesús. Se
mantiene ahí a la espera como potencial incalculable de transformación humana y
revolución social.
No hay ni tiempo ni lugar en la historia humana en que no hayamos necesitado advertir que no existe un yo ni una comunidad si no hay frente a mí un tú, un otro, un nosotros. Sin alguien con quien interactuar, dialogar, confrontar, no hay individuo, persona o sociedad. Necesito yo y necesitamos todos, en todo momento, del otro para construirnos y para dotarnos de la imprescindible matriz social. Precisamos del encuentro para construirnos personalmente y construir la comunidad.
La comprensión
humanista de la persona es indisociable de la referencia al otro en quien ella
se hace plena y adquiere lo mejor de su condición y significación. Es propio de
lo humano estar vitalmente ligado al otro. Al legado de numerosos autores
modernos debemos la conciencia de que, en el yo-tú, en el vínculo con el otro, en la relación
con el prójimo, se define y se constituye la persona humana como tal. Es la
existencia como éxtasis, como salida de sí mismo hacia el otro y donación. Y, a
la vez, es el otro receptivo de mí. Cuando el otro me ama, me espera, me desea…
entonces me salva y me libera. Me voy haciendo a mí mismo y voy creciendo en la
medida que soy acogido en la historia y en la existencia del otro. Darse y
acoger se transforma en principio constitucional de un individuo con
expectativas de persona y con ansias de comunidad. C. Avenatti transcribe
palabras de Dag Hammarskjöld que suenan como una especie de balance anticipado
de vida:
Algunos años aún, ¿y después? La vida sólo tiene valor por su contenido para los otros. Mi vida, sin valor para los otros, es pero que la muerte. Por eso, -en esa gran soledad- he de servir a todos.
Filosofías y literaturas humanistas
Jean Paul Richter (1763-1825), escritor alemán, es presentado por González de Cardedal como representante literario de una antropología de la alteridad. O sea, una antropología para la que el otro es indispensable para el yo. Le inquieta a Richter advertir los riesgos de un ateísmo que en su tiempo ya venía despuntando. Según Cardedal, hay «dos intuiciones primordiales»:
- «el yo no está hecho primordialmente de razón y mundo, sino de soledad y compañía personal», y,
- «el fondo desfondado del yo finito clama desde su abismo por un Abismo mayor de compañía amorosa».
La soledad humana preocupa hondamente al pensamiento de J.
P. Richter. Preocupación humana que no conoce excepciones. Richter advierte
sobre este riesgo en relación a la ausencia del Otro. «Con la pérdida de Dios
-explica Cardedal-, queda el hombre en lo único que no puede remediar por sí
mismo: su soledad. Y el hombre es un animal extraño, necesitado de que le
ofrezcan saberes y de que le hagan justicia, pero sobre todo de que le hagan
compañía».
El mismo González de Cardedal, leyendo el poema Discurso de Cristo muerto desde lo alto del cosmos diciendo que no hay Dios, destaca en Richter, «la comprensión del sujeto humano como yo, interioridad e intimidad. Este yo es persona y por tal tiene necesidad de compañía y diálogo, acogimiento y amor absolutos». Este yo no es mero individuo, es persona. Así que, mientras no viva la experiencia constitutiva de la presencia de los otros, no podrá desprenderse de la asfixia existencial de la simple individualidad.
Cardedal menciona tres autores fundamentales para comprender al hombre en su dependencia esencial y existencial del otro:
- «en el entorno de Jacobi aparece en este momento histórico la percepción de la dualidad constituyente del yo. El yo está escindido porque no es sin su doble, del que carece y al que necesita: el tú. No hay intimidad sin comunicación. No hay personalidad sin alteridad.
- Martin Buber y otros tras él han escrito la historia del redescubrimiento de esta comprensión dialógica de la vida personal. Ella es fruto del previo descubrimiento de la intimidad en soledad.
- Jean Paul, a través de todos sus escritos, ha puesto en la luz esta condición del hombre, indigente del otro y del Otro no sólo metafísicamente para ser sino sobre todo existencialmente para realizarse como persona».
González de Cardedal, como tantos, es consciente de cuánto
debemos al «pensamiento judío contemporáneo». A Buber, Rosenzweig, Lévinas, y
varios más, hemos de agradecer el reconocimiento del «tú, el diálogo, la
responsabilidad, la alteridad como límite y llamada. Y esto a su vez sólo es
definitivamente posible si existe un Tú absoluto, que otorga dignidad
incondicional a cada hombre a la vez que le ordena, pone en orden y destina a
su prójimo».
Cardedal ofrece una definición del yo humano, personal y,
por eso mismo, interlocutor y amante de otro que le va dando forma:
el yo es existencia, intimidad, deseo, amor, esperanza absoluta, necesidad de compañía. No hay yo sin tú; y ninguno de los dos tiene consistencia absoluta sin un tú absoluto. De ahí surge la comprensión dialogal de la existencia humana como su primera estructura constituyente. Y si en su origen el yo es alteridad, su realización histórica sólo puede darse en amistad y comunión.
Martin Buber señala a L. Feuerbach
(1804-1872) como el iniciador -de los tiempos modernos, por supuesto- de esta
mirada sobre el hombre: «Feuerbach no alude con el hombre que constituye el
objeto supremo de la filosofía al hombre como individuo; alude al hombre con el
hombre, al enlace de yo y tú. “El hombre individual en sí, nos dice en su
programa, no tiene en sí la esencia del hombre ni como ser moral ni como ser
pensante. El ser del hombre se halla sólo en la comunidad, en la unidad del
hombre con el hombre, una unidad que se apoya, únicamente, en la realidad de la
diferencia entre yo y tu”. Este pasaje no ha sido desarrollado después por
Feuerbach… Pero Feuerbach ha iniciado con aquel pasaje ese descubrimiento del
tú que se ha calificado de “revolución copernicana” del pensamiento moderno y
de “acontecimiento elemental”». Luego, contrastando el pensamiento de Feuerbach
con el de Heidegger, afirma del primero: «el hombre individual no lleva en sí
la esencia del hombre… la esencia del hombre se halla en la unidad del hombre
con el hombre». Poco después presenta la antropología de Scheler y comenta: «el
espíritu comienza como impulso, como impulso a la palabra, es decir, como el
impulso a estar junto con los demás en un mundo de fluyente comunicación de
imágenes que se dan y se reciben».
Escribe Antonio Machado (1875-1939): «La concepción del alma humana como entelequia o como mónada cerrada y autosuficiente, ese fruto maduro y tardío de la sofística griega, y la fe solipsista que la acompaña, se encontrarán un día en pugna con la terrible revelación del Cristo: “El alma del hombre no es una entelequia, porque su fin, su telos, no está en sí misma. Su origen, tampoco. Como mónada filial y fraterna se nos muestra en intuición compleja el yo cristiano, incapaz de bastarse a sí mismo, de encerrarse en sí mismo, rico de alteridad absoluta; como revelación muy honda de la incurable “otredad de lo uno”, o, según expresión de mi maestro, “de la esencial heterogeneidad del ser”». Machado, por boca de Juan de Mairena, expresa su convicción sobre la nobleza y dignidad humana y, además, sobre su vocación a ser cada vez mejor. En ese contexto, explica: «El hombre quiere ser otro. He aquí lo específicamente humano. Aunque su propia lógica y natural sofística lo encierren en la más estrecha concepción solipsística, su mónada solitaria no es nunca pensada como autosuficiente, sino como nostálgica de lo otro, paciente de una incurable alteridad. Si lográsemos reconstruir la metafísica de un chimpancé o de algún otro más elevado antropoide, ayudándole cariñosamente a formularla, nos encontraríamos con que era esto lo que le faltaba para igualar al hombre: una esencial disconformidad consigo mismo que lo impulse a desear ser otro del que es, aunque, de acuerdo con el hombre, aspire a mejorar la condición de su propia vida: alimento, habitación más o menos arbórea, etc… En todo lo demás no parece que haya en el hombre nada esencial que lo diferencia de los otros primates». Mairena explica sobre la «lírica comunista» y la posible «comunión cordial entre los hombres» propia del mundo ruso: «El ruso, genuinamente cristiano, creía en la fraternidad humana, emancipada por los vínculos de la sangre; el corazón del hombre era para él la mónada fraterna que, por esencia, no puede cantar sola, ni bastarse a sí misma, ni afirmarse sin afirmar a su prójimo». González de Cardedal explica el sentir de A. Machado: «es verdad aquello que él tan profundamente señaló respecto de la esencial alteridad del hombre: sin el otro no hay yo, sin mi prójimo no puedo llegar a ser persona; sin una oferta de fe que como experiencia personal y don suyo me ofrezca el prójimo o el hermano creyente nunca me será posible creer». A. Fernández Ferrer explica, al introducir Juan de Mairena, lo que para Machado consigue romper el aislamiento del yo: «el otro como objeto de amor fraternal». Luego continúa: «surge de ahí la importancia que Mairena otorga al cristianismo. En este sentido, aparece constantemente la pugna entre el escepticismo –como creencia en el radical aislamiento de la individualidad, abocado al solipsismo- y la apetencia de lo otro como afán de trascendencia amorosa. El único punto de ruptura de este vaivén es el sentimiento de fraternidad… Situado ante esta dialéctica amorosa, el hombre sólo se encuentra a sí mismo cuando opta por el sentimiento de fraternidad». Pero, para Machado, no valen las abstracciones. No se trata de la humanidad, del hombre sin más, sino de este hombre con sus rasgos concretos y peculiares.
Acerca del personalismo y del humanismo del siglo XX explica Alonso García cuál fue su «gran novedad»: «se fijó la mirada sobre la especificidad de la persona humana y sobre todo lo referido a ella; se desarrolló una ontología que se ha llamado intersubjetiva o interpersonal, que acentuaba la trascendencia de las relaciones interpersonales… En esta tarea… tuvo un papel primordial la profundización en la noción de persona, que fue quizá una de las más estudiadas… se vio la necesidad de definir a la persona como ser de relaciones, y de destacar en ella el amor como la relación personal por excelencia… La gran novedad… consistió en resaltar que la persona acontece precisamente cuando se encuentra en relación con un tú, ya sea éste humano o divino».
Sin el otro no hay sujeto, insistirá Michel Foucault (1926-1984). Esto lo expresaría tanto un filósofo como un psicólogo y un sociólogo. [Hay que complementar con la constitución del sujeto a partir del cuidado de sí o de la práctica de sí como la propone la existencia estética de Foucault]. Una de las paradojas de la «inquietud de sí», del «ocuparse de sí mismo», fue su transferencia al contexto «de una ética general del no egoísmo, sea con la forma cristiana de una obligación a renunciar a sí mismo, sea con la forma “moderna” de una obligación para con los otros, ya se trate del prójimo, la colectividad, la clase, la patria». Ya en la lectura y análisis del platonismo, el aporte es sumamente significativo para nosotros.
El hombre capaz de alianza
En el universo bíblico judeocristiano queda registrado algo del inicio de este
inestimable itinerario antropológico. Los primeros y paradigmáticos relatos del
Génesis dan cuenta del proyecto divino: el varón y la mujer compartiendo
la vida con Dios. Las coordenadas de tiempo y espacio -«un jardín en Edén»-
rigen la existencia de esta trinidad inicial: YHWH-Eva-Adán. «Esta relación»,
la interacción personal, el yo en encuentro y en diálogo con el tú, es la clave
bíblica para la elaboración antropológica de Karl Barth según la presentación
que de ella hace Balthasar. Para la Biblia lo más importante de lo
antropológico es el hombre en su encuentro personal con Dios. «Al hombre
bíblico no se le entiende sino desde esta relación» que permite comprender al
hombre como «capaz de alianza». De allí que, «el hombre es siempre
reciprocidad, “yo-tú”, que se explicita de un modo especial y corpóreo en
“hombre y mujer”, como concreta Gn 1, 27 en lo de “a imagen y semejanza”». Para
Barth, «“la humanidad de cada hombre consiste en su concreción de ser-con los otros
hombres”. “Yo soy porque tú eres”, pero no como si el tú fuese la causa
originaria o la sustancia del yo, sino en el sentido de que el yo se conquista
a sí mismo en el encuentro con el tú».
Invocando
diversos textos bíblicos referidos a la creación del hombre, André LaCocque
concluye que «la esencia del ser humano es estar en comunicación con otros,
estar volcado ad extra». En esto
consiste primordialmente la condición humana de imagen divina. «Por esta razón
-explica LaCocque-, según Génesis 1, 28, las primeras palabras de Dios a la
pareja humana son mandamientos, los mandamientos de multiplicarse y de dominar
el mundo; es decir, relacionarse íntimamente con el otro y con el mundo, una
verdadera encarnación divina. El ser humano es imago Dei, porque se supone que todo, en él o ella, entra en
comunicación con el modelo divino, de por sí totalmente “extravertido”… Por eso
la imago es puesta en relación con la
vida sexual…, esto es, con la comunicación por antonomasia».
Sed… Construir al enemigo
Hay otra terrible posibilidad verificada constantemente: Construir en el otro al enemigo. Es Umberto Eco quien usa la expresión que nos sirve de título para explicar una paradoja, o sea, algo casi inexplicable. «Por una parte, podemos reconocernos a nosotros mismos sólo en presencia de Otro, y sobre este principio se rigen las reglas de convivencia y docilidad. Pero, más a menudo, encontramos a ese Otro insoportable porque de alguna manera no es nosotros. De modo que, reduciéndolo a enemigo, nos construimos nuestro infierno en la tierra». Todo el artículo está dedicado a reflexionar y verificar en la historia «la necesidad ancestral de tener enemigos».
En regímenes
totalitarios, funciona como una ingeniería aceitada y eficaz. La propaganda, el
discurso, la formación de las ideas, la educación, los medios y la
comunicación, la ideologización… para crear la imagen del otro como enemigo. Lo
que pasa «aquí» y lo que pasa «allí», según el testimonio de Nadiezhda
Mandelstam.
Hay en todo esto
algo de difícil dilucidación: el enemigo ¿es
el otro o soy yo? Aquí
precisamos de los saberes de la Psicología.
Muchos pueden dar
testimonio de una enemistad consigo mismo que puede acabar en autodestrucción.
Pablo Ramos lo vivió como parte de la adicción: «La cocaína, si se la consume
hasta el límite, si se vive un tiempo importante cerca de la sobredosis,
convierte al yo en él. Y en eso consiste la salvación: todo le pasa a él porque
uno ya no existe». No es
un dato menor que el yo sea un «él» y no un «tú». No es la distancia atroz del
«eso» pero tampoco la intimidad personalizadora y sanadora del «tú».
Sin el otro la
realidad personal es alienación. Excluirme de los otros puede, incluso, acabar
en patologías como imposibilidad social. H. P. Lovecraft es un ejemplo triste
de un «extrañamiento» como consecuencia de la dificultad de socializar. Algo
complejísimo que viene dado por múltiples factores. Sus confesiones son
dolorosas: «He sido siempre un extraño», «soy un extranjero; un extraño a este
siglo y a todos los que aún son hombres», «soy esencialmente un recluso que
tiene muy poco que ver con la mayoría de
la gente allí donde esté», «en todo… me encuentro solo en una isla, con una
atmósfera casi de hostilidad a mi alrededor», «temperamentalmente incapaz de
seguir unos estudios tradicionales y de gozar del trato social de amistades, he
vivido siempre en regiones alejadas del mundo visible». «Sé que la luz no es
para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco
es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran
Pirámide; y sin embargo en mi nueva y salvaje libertad, agradezco casi la
amargura de la alienación. Porque aunque el olvido me ha dado la calma, no por
eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún
son hombres».
Resulta paradójico que, en el mundo de los sueños, presente en casi todos los
relatos de Lovecraft, se supera el extrañamiento. «En medio de estas regiones
elíseas –cuenta el protagonista de Más
allá del muro del sueño-, yo no era un extraño; porque cada visión y sonido
me era familiar; como lo había sido antes, durante innumerables evos de
eternidad, y lo seguiría siendo eternamente en el futuro».
También la
exaltación del individualismo y hasta su consagración. La burrada que el editor
Aubrey Hull dice a Ferguson en tono de elogio. «Mira, Archie… he
llegado a la conclusión de que eres un individuo aparte, una persona especial.
Lo noté cuando leí tu manuscrito, pero ahora que te he visto cara a cara, estoy
convencido. Eres dueño de ti mismo, y debido a eso tu compañía resulta
apasionante, pero también por la misma razón nunca vas a encajar en ninguna
parte, lo que es bueno, créeme, porque podrás seguir dependiendo únicamente de
ti mismo, y un hombre que sólo depende de sí mismo es mejor que los demás,
aunque no encaje». La
realidad es que, alguien que sólo y siempre depende de sí mismo, no es humano…
«Cuando te han enseñado a creer que no importas»
Sin embargo, el otro efectivamente puede desempeñar
el rol del enemigo. No soy yo quien así lo siente sino él mismo que se
posiciona en ese lugar. Este otro ya no me construye, no colabora en la
construcción de mí mismo. Al contrario, es alguien que participa en el
desgaste, la erosión, el deterioro… la destrucción -aquí hay conexión con «la
barbaridad del mal»-.
Edith Eger, en su
relato autobiográfico La bailarina de Auschwitz, cuenta dos episodios
que ilustran esta realidad del otro en rol de enemigo. El primero está referido
al acoso que vivía en su infancia por parte de sus dos hermanas. La historia
con sus hermanas será muy buena. Pero, en ese momento, no la pasó bien. Cuenta
Edith: «Todavía no he aprendido que el problema no es que mis hermanas me hagan
rabiar con una canción perversa; el problema es que yo les creo. Estoy
convencida de mi inferioridad que nunca me presento a la gente por mi nombre.
Nunca le digo a nadie: “Soy Edie”. Klara es una niña prodigio del violín.
Interpretaba con maestría el concierto para violín de Mendelssohn cuando sólo
tenía cinco años. “Soy la hermana de Klara”, digo».
La segunda
historia que cuenta Edith es un mal momento vivido con un jefe de trabajo: «El
problema no es que me riña. El problema es que me creo su afirmación de que no
valgo para nada». Y el problema es que, entre ambas historias, además, han
pasado muchos años. Tiene que revertir antes que se siga confirmando y
consolidando el camino de desintegración.
Estas historias
tendrán resonancia en el futuro. Siendo docente, toma conciencia de sensaciones
por ella conocidas que viven algunos de sus alumnos. Intenta ayudarlos para que
no sean convencidos por mensajes denigrantes. «Pero no permito que mis alumnos
sepan lo mucho que me identifico con ellos, cómo el odio destruyó mi infancia,
cómo conozco la oscuridad que te devora cuando te han enseñado a creer que no
importas».
Creer, convencerse, confiar… en que el enemigo tiene razón sobre mí…
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